Ayahuasca

Hace un par de días tuve el primer viaje, de los que sospecho serán muchos, con Ayahuasca.

Llegué angustiada. Había consumido cocaína dos días antes. El día anterior había llorado mucho, sin causa precisa. Me sentía culpable, confundida, frustrada y ansiosa.

Fui con la Pati, una amiga del sur que se queda en mi casa y padece un cáncer terminal. Y con Claudio, un muchacho conocido a través de la Internet con el cual durante el último año nos ha unido una historia de neurosis, mentiras, amor y lascivia, sin habernos visto más de tres veces en persona a pesar de vivir en la misma ciudad.

Llegamos temprano a la cordillera, al templo de la Luzclara en San Alfonso de Maipo. Nos encontramos con un grupo de chicas de cara lavada, chalecos tejidos a mano y polainas y muchachos con largas trenzas y sonrisas determinadas. Como nosotros, venían llegando con sus sacos de dormir, bolsas con comida para compartir y ropa de abrigo. También con sus mochilas de historias personales, problemas, alegrías, expectativas acerca de lo que allí iba a ocurrir.

El templo de la diosa de la Luzclara es un espacio redondo, de adobe, de unos sesenta metros cuadrados, calculo, hecho a pulso por su ex compañero de ruta, con árboles tallados como vigas, calefacción central, iluminación delicada y muros blancos. Desde sus enormes ventanales puede verse, impetuosa, la montaña.

En el centro del templo había instalado un altar. Con un orden algo atiborrado, descansaban en él figuras sagradas de distintas tradiciones espirituales: amerindias, orientales, cristianas. También había plumas, agua de la florida, cristales, hierbas para hacer ofrendas tales como lavanda; tabaco, copal y palo santo.

En la habitación estaba Arturo, el hombre que oficiaría de chamán, de guía en lo que comenzaba ya a ocurrir. De origen mapuche, buenmozo, de figura estilizada y piel morena, lucía una trenza negra hasta la mitad de la espalda, chaqueta de cuero, levy’s.

Después de compartir con él por algo más de un día, quedé con la sensación de que se trata de un hombre feliz, lúdico, dulce, flexible y humilde. Y con un sentido del humor sobre sí mismo que lo salva de los peligros de la solemnidad.

También estaba Karla, una muchacha de edad imprecisa con la que me había coordinado por teléfono para participar. Ella, risueña y entusiasta, nos preparó, uno a uno, gotas de Bach y Saint Germain. Una terapia “vibracional” para ayudarnos con nuestros problemas específicos.

La experiencia psiconáutica, como la llaman, de la Ayahuasca, fue una completa sorpresa. Esperaba encontrarme de frente con mis demonios internos, esperaba asco, mareos, miedo. En cambio, casi desde el momento mismo de tomarme un minúsculo vasito con la bebida, comencé a sentirme maravillosamente bien, como si estuviera cobijada en el regazo de una madre. No quería moverme, nada, sólo escuchaba los ícaros, como llaman a los cantos propios de este diseño ceremonial, unos cantos perfectos, sutiles, como si vinieran de las estrellas. Y soñaba. Soñé muchas cosas.

De a momentos mi pensamiento iba demasiado rápido, mientras que mi cuerpo y mi imaginación vibraban plácidamente. Mandaba a callar a mi cabeza (“cállate, latera”, le decía) para poder sentir la perfección del instante. Las visiones eran de una sutileza tan grande que no se pueden describir con palabras, o al menos no quiero intentarlo ahora. Más importante es la sensación general de perfección que hasta el momento actual me acompaña. De que la perfección está ahí, al alcance de la mano, que basta hacer algunos arreglos para vivir más cerca de ella.

La Ayahuasca, contra todo lo por mí imaginado, resultó ser una droga dulce. Provoca un estado onírico, pero a diferencia de lo que ocurre durante el sueño, uno puede guiar sus contenidos, dirigirlos. Tanto así, que cuando aparecían sensaciones de miedo, yo tenía el poder de transformarlas en imágenes (una figura opaca, oscura) y moverlas, sacarlas de mi “campo de visión”, por decirlo de algún modo, para poder ver a través, para poder ver otras cosas.

Quizás algún día, tal vez la próxima vez, me anime a no mover las figuras atemorizantes sino que dejarlas ahí, iluminarlas, hacerlas girar, observarlas desde distintos ángulos para intentar comprenderlas. Ahora sólo tuve ganas de experimentar con imágenes alegres, placenteras, para inyectar a mi corazón un poco de aquello a lo que siempre debiera aspirar: paz y contento. Una vez saboreado este estado, difícilmente querré meterme cocaína o atentar de cualquier otro modo contra él.

Esa noche llovió sin parar, como si el cielo fuese a deshacerse en agua. La limpieza operó también por ese lado. Las montañas amanecieron llenas de cascadas nuevas, chorreando… y las nubes se abrían para mostrar el azul del cielo, y volaba un cóndor. Desperté con la sensación de haber tenido un sueño reparador, con claridad mental, buen humor, energía física, mirada cristalina.

Dos días después, me siento bien, aliviada. Comprendo que estoy atravesando por situaciones difíciles en mi vida, pero no me agobian.

(No he podido controlar mi compulsión. Consumo en exceso alcohol. A la cocaína, aunque la detesto, no he logrado darle un punto final y de vez en cuando vuelvo a caer como si nunca la hubiese dejado. Como demasiado, lo que me hace engordar, sentir el cuerpo pesado y desconfiar de mi belleza. Soy hipertensa y me han dicho que tengo que tomar medicamentos de por vida. Como quien no quiere la cosa, invité a la Pati a vivir los próximos meses a mi casa, que es casi lo mismo que invitarla a morir aquí, y no me siento preparada para enfrentar ese desafío de buena manera. Siento que como madre he dejado que desear. Distraída por mis emociones, muchas veces he sido incapaz de contener a mis hijos. No he encontrado un camino profesional, un oficio que haga bien y me satisfaga. Mis padres me ayudan económicamente y, de esa forma, también, controlan mi vida. No tengo pareja y mi sexualidad durante los últimos años ha sido promiscua, agresiva y peligrosa. Me ha costado imaginar el futuro.)

Aunque ya llevo un tiempo consciente de estas cosas, aunque llevo un tiempo buscando soluciones, hay aspectos que permanecen entrampados, sobre los cuales no he logrado asumir el control. Y sí, comprendo que estoy atravesando por situaciones difíciles y al enumerarlas vuelvo a sentirme un poco agobiada. Pero al bajar de la cordillera tuve la impresión de que podría contemplarlas, una a una, sin angustia. Tranquilamente observarlas, comprenderlas, ordenarlas, encontrarles solución. De que todo estaba bien encaminado y de que tengo la energía necesaria para caminar. De hecho, insisto, me siento muy bien.

Los nudos, incluso aquellos que parecían ciegos, comenzaron a aflojar. Ahora queda el trabajo de desatar, que puede ser más -o menos- largo, pero el camino ya está abierto, sólo debo transitarlo.

Una de las cosas que ha cambiado en mí en estos últimos dos días es que mentir, disimular, esa conducta a la que estamos tan habituados, se me hace más difícil. En cambio, me siento más cómoda que antes hablando “desde el corazón”, como algunas personas dicen, sin solemnidad, con cierta calma. Se me ha borrado la mueca cínica y mi mirada parece más limpia. Me lo han dicho.

He estado leyendo mucho en Internet sobre esta medicina y comprendo que es perfecta para mí. Sé que podría utilizar el viaje para explorar cosas de mi propia biografía, ver cómo me han determinado ciertos acontecimientos, proyectar salidas, como si se tratara de un psicoanálisis flash.

Por pudores obvios nunca comento esto: me habría gustado ser sicóloga, terapeuta. Me gustaría poder dedicar mi vida a ayudar a otros. Lo de la concejalía se me hace ajeno, una aventura divertida, que me tiene agarrada por las narices, pero disparatada. Con la literatura estoy entrampada porque no me gané el fondo del libro con el proyecto de Hibakusha y eso me frustró, me hizo dudar de si acaso soy o no buena escribiendo. Para poder volver a disfrutar del periodismo, tendría que encontrar un medio que no me explote y me permita comunicar cosas que me hagan sentido. No puedo trabajar en maquinarias de producción de ideologías que no comparto sin sentirme amoral y miserable. No puedo trabajar sometida a maltrato, a estrés, a sensación de sinsentido político, de ser un eslabón de una cadena fatal.

Me gustaría enseñar, en cambio, pero no sé qué podría enseñar. Y, como decía antes, paradójicamente, me gustaría ayudar a otros a encontrar sus caminos. Acoger. Me gustaría tener las herramientas necesarias para ayudar a la Pati a morir. Me gustaría contribuir a la alegría y la tranquilidad de los demás.

No creo haber llegado a participar en estas especies de talleres de jipismo avanzado por una búsqueda espiritual. Veo en ello, más bien, un asunto de personalidad, de curiosidad básica por el funcionamiento de la percepción humana, de la conciencia… Parecida a la curiosidad por los asuntos culturales o sociales, mundana por decirlo de algún modo.

Y, claro, nuestras personalidades nos empujan a ciertas acciones y esas acciones traen consigo sorpresas. Las sorpresas han tenido más que ver con el espíritu que con la conciencia. Lo es pasar de un escepticismo fuertemente arraigado a un creer hasta en el Dios de los cristianos, en todos, en cualquiera, hasta experimentar esta perfección tan elocuente y desconcertante que experimento hoy.

Temo volver poco a poco al escepticismo, porque está en mi mundo, me rodea. Pero espero que a veces la certeza de que los dolores, grandes y pequeños, la estupidez, grande y pequeña, de los hombres, no alcanza a hacer daño alguno a un universo perfecto (no vacío y absurdo como el de Cioran, no el de las estrellas que giran perpetuamente en vano de Primo Levy, sino a un universo amoroso, a un gran misterio dulce) volverá como un chispazo a reconfortarme del miedo a la muerte y la angustia por la vida que me acompañan desde la adolescencia, a aplacar mi arrogancia y a hacerme más feliz.

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