Niños pequeños, de menos de un metro de estatura, pero tan diferentes a mí. Los miraba desde la ventana del auto, pegada la nariz al vidrio. Delgados y morenos, fumaban cigarrillos y aspiraban pegamento en bolsas de papel. Yo no podría vivir así. Sin zapatos moriría, parecía pensar mi madre. Por eso me abrigaba. Un pequeño giro en el destino, una trizadura en el hielo frágil sobre el que transcurría mi vida, y caería a ese otro mundo: mundo inverso y presente, día a día, desde entonces.