Diario de la Patagonia

(ESTE TEXTO ESTÁ EN PROCESO DE ESCRITURA)

1.

La casa es distinta de lo que imaginaba. Me molesta que no la hayan limpiado, o tal vez el polvo entró muy rápido por las rendijas. Cuando llegue el invierno me voy a congelar. No sé si pueda escribir. Si no lo logro tendré que regresar a Santiago y eso será una derrota, toda la energía aquí invertida se perderá. Intentaré aguantar el frío, mantener la estufa prendida, aprender a cortar leña si fuera necesario. Já. Eso no me lo puedo imaginar, pero sé que ante la necesidad soy capaz de transformarme. Cada día: café y pan integral con mantequilla de maní. Al menos tres horas de escritura. Ducha. Salir, aprovechar la luz de la mañana, caminar, no dejar que mi cuerpo siga oxidándose, recuperar la fuerza de mi cuerpo. No olvidarme de comer a mediodía. Dormir máximo 30 minutos. Café, lectura y escritura. Cena a las seis. Lectura. Todos los días la misma cosa. ¡Qué vida tan productiva! ¡Al fin! Me pregunto si soportaré el silencio. Debería adoptar un perro para tener a quién (¿a qué?) acariciar. Que se acurruque contra mi cuerpo por las noches y me acompañe a pasear, y, quién sabe, traiga mi cadáver de regreso a casa si es que me vence el viento.

2.

Pensamiento supersticioso: vuelvo a enfermarme, hundo las manos en la tierra y ella me repara la punta de los dedos, se interna por mis vasos sanguíneos al resto de mis tejidos, y después de unos minutos estoy recuperada.

Uno de los motivos que me hizo decidir venir acá, escapar (sí, esa es la palabra), es la dificultad creciente que encontraba para no hablar (no escribir, no publicar) acerca de mi enfermedad. Quejarse de la decrepitud es vulgar, temerle a la muerte no es interesante. Lo fue, cuando habiendo perdido la fe, la humanidad se detuvo ante el abismo. Pero ese episodio ya fue escrito y re-escrito hasta la náusea, la vida es más versátil. En mi diario privado, en cambio, puedo entregarme a esta queja sin justificarme. Debí haber terminado el primer borrador de mi libro hace tres meses y no he escrito nada. El encierro me motivará a escribir, no me quedará más remedio, me temo.

3

La fantasía de no necesitar a nadie se ha roto: se descompuso la cocina. Pude haber muerto, se apagó la llama, en un par de minutos la casa se llenó de gas, por fortuna me di cuenta. Apagué la llave y aquí estoy, observando la situación. Necesito un hombrecito. Hay una ciudad pequeña, Natales, a 70 kilómetros de distancia. Entre Natales y este hogar (al que aún no puedo llamar mío) hay unas cinco o seis otras viviendas. Probablemente todas, o casi todas, habitadas por viejos que nunca han usado gas, que cocinan y calientan el agua con leña. Si los otros son el infierno, esta soledad es el camino más largo para llegar allí. Maldita sea. Ya hoy es muy tarde. Mañana iré temprano a Natales. Y si se me funde el motor en el camino moriré una muerte irónica para una feminista, de desamparo, de falta de hombrecito. En Santiago ya habría hecho la llamada, tengo hasta un seguro en el banco para “emergencias del hogar”, delivery de soluciones. Me siento inútil como una piedra en el desierto.

4

Ayer fui a Natales. Partí contenta, la idea de ver personas, de escuchar mi voz, de comprar lo que sea que vendan. Sabía que el día sería pesado. Buscar al gásfiter, convencerlo de acompañarme, volver a casa con el tipo sentado a mi lado en el auto, esperar (cañerías, tuercas), volver a Natales, regresar, por segunda vez a casa. Sorpresivamente, todo eso resultó una aventura estimulante porque no me costó nada dar con un gásfiter de buena reputación ni convencerlo, y su compañía (silenciosa) me resultó agradable. Ayudó que el hombre fuera físicamente atractivo, he de reconocer. Grande, fuerte, masculino a la antigua. Me avergüenzo de escribirlo, tan cliché, tan sexista, pero aquí puedo darle un respiro al disimulo. Me atormenté un poco imaginando cómo me vería él. Una señora mayor que ha decidido dejar una vida cómoda en Santiago para vivir en el medio de llanos ventosos, de ovejas, de nada. Algo tiene que tener mal en la cabeza. Medio cucú. Escapando de un marido violento quizás. O de deudas bancarias. Me tranquilizó su simpatía. Se reía de mi torpeza, de mi ignorancia, con frescura, sin desprecio.

La compañía de este hombre (Ramiro, lindo nombre) hizo que me percatara de cuánto me he acostumbrado al silencio. A su lado en el auto escuchaba ecos de los mismos pensamientos que me han acompañado estos últimos días.

Cuando volví de dejar a Ramiro por la noche, me senté a la mesa de manera idéntica a las de las noches anteriores. Ya ha pasado el peligro, ¿y ahora qué? La respuesta es obvia: ahora a trabajar.

5

Ahora a trabajar, la respuesta obvia. Después de una juventud en la que la escritura sirve sobre todo para acelerar el tiempo y traer al presente las promesas del futuro, y una vida adulta en la que sirve para describir su transcurso, sus peculiaridades; en las personas de mi edad (sesenta y tantos) esta alivia el horror del tiempo que cae en el vacío, lo ralentiza, le da un sentido. Sin embargo, insisto en olvidar esta verdad elemental y me paralizo.

Hoy el trabajo me ha cundido más que nunca, he escrito un capítulo completo sobre el arresto de Pinochet. Las piruetas discursivas de los gobernantes–sus caras de póker–para justificar el empeño en no abandonar al general a su suerte merecida, la teatralidad judicial de los británicos, la incapacidad de leer las variables en juego de “los ciudadanos de a pie” (metáfora tecnológica para el clasismo), el fuego fatuo de las cortes internacionales, el retorno del héroe, el renacimiento de Fénix, la indignación ambiental, el rol de Europa, en suma, un acontecimiento que echa luces sobre la historia reciente de Chile y su ajedrez político.

Luego salí a caminar y fue perfecto.

6.

El entusiasmo de ayer parece lejano en el tiempo. Me desperté de madrugada, envuelta, atrapada, con la muerte tocando la ventana. El viento parecía mucho más trascendente que yo, golpeando incesantemente a las lumas, obligándolas a arrodillarse sobre la tierra. Cuando salió el sol estaba exhausta. Un día perdido, regalado a la nada. No he salido de la cama más que para alimentarme y evacuar los alimentos, una máquina que se replica a sí misma sin el motor ciego de conquista y sobrevivencia de una bacteria. No he podido concentrarme en las lecturas ni escribir.

Mi vida hubiese sido tan distinta sin estos problemas de ánimo. Acepto la melancolía, la aprecio incluso, pero este abatimiento físico, la falta de fuerzas, eso hace que quiera rendirme. El suicidio es un acto egoísta, dicen. Ese tipo de razonamiento es el egoísta, creo yo, el carente de compasión.

7

Hace dos días saqué los tres espejos que había en esta casa y les pasé encima con la camioneta. Una pequeña ayuda para dejar de pensar en el desastre. No quisiera dedicar este diario a quejarme de la vejez, ni lograré detenerla ni descubriré nuevos–interesantes–aspectos del proceso que valga la pena mencionar. Ya todo está dicho: nos comerán los gusanos, y antes, si tenemos suerte, perderemos las ilusiones, el atractivo sexual, la agilidad y la capacidad de aprender. Nada nuevo hay en deteriorase y morir, cada cual tendrá que enfrentarlo con sus mejores recursos. No quiero hacer el ridículo ni joder a nadie con el eco de unos lamentos casi tan viejos como la civilización. Quizás por eso he venido a este lugar. Así quiero permanecer en la imaginación de la gente, pero quiero dejar de trabajar y ciertamente no quiero morir.

8

Nos quejamos de que ya no hay tiempo para leer las novelas infinitas que se escribían antes de la estridencia urbana de la segunda mitad del siglo XX, antes de las responsabilidades de la vida adulta, del déficit atencional pandémico. Aquí el tiempo no es un problema. Parece interminable, puedo leer libros escritos en los últimos 100 años. El único problema es el tamaño exiguo de mi biblioteca. Ya encargaré más a Santiago.

9

Pensé que el silencio sería una bendición. Lo es, lo agradezco, pero mi mente prodigiosa ha producido rápidamente sucedáneos del ruido, conversaciones inútiles, circulares, recuerdos obsesivos, especialmente de momentos que quisiera poder corregir, encrucijadas en las que equivoqué el camino, errores, responsabilidades, vergüenzas. Vivir de nuevo. Todo muy opresivo. Tengo que hacer algo para erradicarlos sino quiero deprimirme.

Quizás podría practicar meditación. Silencio en medio del silencio. Nunca lo he hecho, pero tengo una idea general: dejar el cuerpo quieto, la espalda recta, la mirada al frente y vuelta hacia dentro, párpados entrecerrados, respiración liberada de cualquier deber, y luego convertir los pensamientos en susurros inaudibles, expulsando a los que vienen determinados a invadirnos, estallándolos con mantras. Una y otra vez. No puede ser tan difícil.

10

El sol aquí aparece en la tierra llana, no en las montañas. El horizonte se ilumina como en los atardeceres en el mar. Suspendiendo la incredulidad repetí un rito pagano de una época más tierna. Me puse botas y poncho, aún a oscuras, y esperé de pie a que saliera el sol. Cuando los primeros rayos me tocaron la cara dije una oración (un mantra).

“Oh, padre sol, tú que iluminas el mundo entero, ilumina también mi corazón, para que se abra al amor y pueda hacer su trabajo aquí en la tierra”

Fue un momento solemne, mi espalda erguida y mis brazos abiertos apuntando al cielo. Luego me invadió una sensación de ridículo y entré rápidamente a tomar café y encender el fuego. Enamorarme y desenamorarme, todo el 15 minutos. Amén. Pienso repetirlo, porque en la repetición está la gracia (divina).

11

Me distraigo menos, pero el trabajo sigue siendo tan cansador como en Santiago. Me interrumpo menos (yo a mí misma, desdoblada), pero al acabar me acuesto en la cama, rendida, con las manos a los costados del cuerpo, intentando desconectar mi mente. Es difícil, aparecen ideas, me veo tentada a traer una libreta, pero sé que debo detenerme a riesgo de colapsar, de quemarme.

12

Hoy quise masturbarme, pero no logré quitarme el frío. Cada imagen, cada recuerdo al que intentaba echar mano, aparecía cubierto por un manto de indiferencia, de apatía. La menopausia me secó la concha, el silencio y los espejos rotos me están secando el deseo. Lo atribuyo a un mecanismo de defensa. El deseo erótico espera una retribución; cuando ésta parece imposible, el deseo se aniquila a sí mismo.

Hace años un hombre tonto me preguntó si había cumplido todas mis fantasías. Las fantasías no se cumplen, le dije, sólo los caprichos. Las fantasías fluyen como ríos, se encienden en su propia flama, se autorrealizan, por decirlo de algún modo. Los caprichos sexuales son fantasías fosilizadas, muertas. Pueden “cumplirse”, pero su realización no resulta satisfactoria, no elimina el dolor, lo muta, lo adorna con otras ropas, deja intacto el deseo.

13

Aquí los hombres (los que no están en los extremos de la vida) tienen rifles. Desde niños les enseñan a disparar, primero contra tarros vacíos de leche en polvo, luego contra seres vivos. Cazan, acarrean el cuerpo muerto del animal, le sacan las vísceras con las manos, lo descueran y descuartizan, lo reparten en bolsas plásticas, lo congelan. Aunque nunca lleguen a hacerlo, están dispuestos a disparar a otro hombre si invade su propiedad o amenaza a la familia. Sin pensarlo, apuntando a la cabeza.

14

Me he sorprendido varias veces pensando en Ramiro, –el gásfiter, el hombrecito. Si no hubiese nacido en este desierto, si hubiese nacido en un país rico, en un hogar burgués, entre personas educadas en el humanismo y las artes, podría haber utilizado su capital erótico para obtener poder y dinero. Tiene el cuerpo, los huesos del rostro y lo sabe. La intensidad y frecuencia de gestos sensuales lo delatan. Una coquetería inconsciente y difusa lo delata. Si alguien lo acusa se volverá hostil, sentirá vergüenza. Como la mayoría de los hombres no ha sido educado para sacar partido de estos privilegios.

Durante el trayecto desde Natales y de regreso, noté que tenía consciencia, al igual que yo, de la distancia que separaba nuestras rodillas. Para no tocarme, para lo que fuera. Controlaba también el ángulo de su mirada, a través de veloces cálculos geométricos, para no toparse con la mía de frente. Nuestra proximidad física con otras personas nos convierte en máquinas de cómputo tan desprovistas de consciencia como un sistema operativo.  Su ojo izquierdo ubicado en el rabillo, alcanza un ángulo de 45 grados para rozar mi mejilla y poder escapar sin ser descubierto en caso de que girara súbitamente el rostro. Pero no giro súbitamente el rostro, lo hago sólo después de tocarme la nariz y contar 3, 2, 1. A la señal de fuego, él ha corregido el ángulo y nos hemos salvado del sonrojo.

La fantasía de dejarme agitar por una pasión sexual es una excusa para procrastinar y una forma de sentirme parte del teatro de las relaciones humanas. ¿De qué podríamos hablar? La gente que se acuesta una con otra tiene esa costumbre: hablar, hablar antes y después, en la cocina y en la cama.

15

La obsesión con Ramiro volvió a aparecer en medio de la noche. Las tinieblas lo convirtieron en una figura inquietante, real como son reales los fantasmas. Me mantuve despierta masticando la obsesión, mastiqué y mastiqué hasta triturarla y acabar con todo rastro de sabor.

Ramiro no es un nombre de hombrecito. Lo imagino más bien como un marino. Este yagán patagónico, canoero de las cañerías, el deseo no está muerto, solo andaba de parranda. Quizás siempre ha estado vivo dentro de mi mente, sólo encuentra dificultades al intentar llegar hasta la piel.

Mejor así. No me expondré a la vergüenza, no lo expondré a él a la vergüenza. Tampoco lo convertiré en mi amante imaginario, protagonista de mis fantasías onanistas. Anoche no moví un dedo. Estaba demasiado cansada como para tocarme, eso hace el insomnio. O quizás temí encontrar pellejos secos. Cuando he hablado de esto a amigas de mi edad, me han dicho que exagero, que para eso está el lubricante. ¡Les hablo de la falta de deseo y me mandan a comprar gel!

16

Temo que tenga mal olor en la boca. Fantaseo con acercar mi mejilla a su cara y darme cuenta de que de su boca escapa olor a podredumbre. Retrocedo, soy yo la que lo rechaza por un defecto insoportable, aún peor que la edad.

Esa pequeña venganza no ha dado resultado. Ahora siento que es mi boca la que apesta como cañería oxidada. De ahí no sale nada dulce.

17

Mi trabajo está atascado. Si eso era difícil en Santiago aquí es una pesadilla. Me inquieta físicamente. Me paseo sin sentido por la casa. Necesito salir de aquí, estoy enloqueciendo. Mañana iré a Natales.

18

Manejé sola hasta Natales. Compré el diario (de ayer) y me senté a leerlo en un café, el único café de la ciudad. Me senté cerca de la ventana con la esperanza de ver a mi hombrecito pasar. Estuve así una hora, hasta que se acabó todo lo que podía estrujarle al diario. Pedí otro café. Se me hizo obvio que las dos muchachas que atendían no estaba acostumbradas a los clientes eternos, esos que se instalan y se quedan durante horas sin consumir nada, esa costumbre importada hace pocos años desde Europa y Estados Unidos, sin embargo no se atrevieron a llamarme la atención, por suerte son tímidos y yo parezco autoritaria, la patrona, aunque no lo haya sido nunca, aunque jamás haya tenido un empleado, la patrona por derecho de clase y raza. No debería aprovecharme de estos privilegios inmerecidos, pero, qué diablos, no tenía adónde ir, y soy demasiado tímida para pedir permiso.

Anduve errante un par de horas más, compré un montón de cosas que no necesito, y volví sola a casa. En el camino puse un disco que me hizo llorar. Eso fue lo mejor del día.

19

En Santiago tenía a mi amiga Vicky con quien conversar de nuestras obsesiones. Hablar es como una válvula de escape, ayuda a liberar la presión. El silencio, en cambio, multiplica las sinapsis, inhibe la recaptura de neurotransmisores. Las paredes celulares se endurecen y los pensamientos chocan entre sí, engañando a la mente, haciéndola creer que son miles, que se han multiplicado, cuando en realidad son los mismos cinco o seis alborotados, creando un efecto bombardeo.

He llamado a Vicky un par de veces, no ha sido fácil. He debido manejar hasta la casa de Primitiva Cárdenas y marido (juro que no es una licencia poética, no mía al menos, fueron sus padres los que la bautizaron así), a seis kilómetros de acá. Ellos tienen un teléfono satelital que arriendan, costumbre extendida en estas tierras. Sin embargo cuando es mucho el viento la llamada “no sale”. Unos 200 días al año las llamadas no salen. De las tres veces que he ido, sólo una me he podido comunicar, las otras dos he terminado llorando de frustración. Todas esas conversaciones imaginarias echadas a la basura.

No sólo extraño el oído atento de la Vicky, también me hacen falta sus historias, escuchar lo que a ella la obsesiona, me ayuda a escapar de mí misma (a veces me resulto tan agotadora que llego a querer asesinarme). Mientras habla me entretengo ordenando mis ideas, buscando formas útiles de replicar. Comprensión, divertimento, ese tipo de utilidades, como las caricias o la escritura de cartas. Aquí sólo trabajo; escribo diarios y leo, una aventura solitaria, canales de una sola vía. Al menos por ahora.

20

Cuando Vicky se enoja se le nota, se queja, corta el teléfono, interrumpe, llora. Todo esto que podría parecerme despreciable (que a la gente verdaderamente sofisticada le parece despreciable) en ella me enternece, actualiza una idea de amistad que de lo contrario hubiese quedado sepultada en mi infancia.

Cuando le dije que iría a vivir a la Patagonia me miró con odio. No me vendría a ver nunca, mi opción era demasiado radical como para esperar que el mundo se adaptara. Dije: No, no el mundo, sólo tú. ¿Por qué me exiges más que al resto?, replicó. Pregunta tonta. El mundo, el mío, se reduce a nosotras dos sentadas en el frontis de una casa, mirando hacia una calle vacía, repasando recuerdos. No extraño la participación en el mundo. Curioso decir eso y a la vez embarcarme en una mudanza radical, instalarme en un lugar en el que no hay nada más que inmensas llanuras en las que el protagonista es el viento. Al parecer la única aventura que me atrae es una que se relaciona con la nada.

Entiendo a quienes la naturaleza impresiona de manera tal que les provoca ideas místicas. Personas hipersensibles, con el lóbulo temporal izquierdo delicado. Este es el único misticismo que respeto, que comparto incluso (algunas veces). Estos paisajes se prestan para ello. He sentido, por ejemplo, que estoy en el punto cúlmine de la esfera terrestre, que llevo el planeta adherido a los pies, que lo sostengo. Luego recuerdo: “y los cielos giran perpetuamente en vano”; ese verso terrible me arranca del éxtasis, el planeta cae en el vacío.

21

La infancia de la Vicky fue terrible. En su velador tiene una foto donde aparece con sus padres. Una foto propia de sus tiempos, estereotipada. La madre con el pelo escarmenado, minifalda, audaz para sus 38 años. Su padre, un año más joven, con las manos en los bolsillos, bigotes, chaqueta de tweed. Mi amiga al medio, tan alta como su madre, pero todavía sin “atributos de mujer”, leáse culo y tetas, sin maquillaje, con el pelo tomado en una cola, en general con el aspecto descuidado de una niña, y una mueca taimada y hostil. Una foto que no la favorecía, que podría avergonzarla, pero la única que tenía con sus padres. Poco después vino el Golpe de Estado, a su padre lo llamaron en un bando y a los pocos días lo mataron. Un tiro por la espalda. Trató de escapar, dijeron. Su mamá dejó de escarmenarse el pelo, cambió las minifaldas por un buzo deportivo, siempre el mismo, y se metió a la cama. Vicky cuenta que estuvo allí dos años, que sólo se levantaba para alimentarse y eso, rara vez. Vicky iba a buscar un cheque que le mandaba su abuelo, un coronel, hacía las compras, cocinaba, hacía las camas. A los dos años, la madre, Regina se llamaba, se levantó por fin, echó unas pocas cosas en una maleta, y partió para no regresar nunca.

Vicky no le dijo a nadie durante algunas semanas, ya tenía trece y sabía cuidarse sola. Con miedo, disciplinada por el control de cuadros, guardó estricto silencio sobre su nueva situación. Preparó detalladas historias para cuando los vecinos, o sus compañeros en la escuela le preguntaran por su madre, pero nunca nadie preguntó. Si es Pinochet de mierda no hubiese nacido su padre estaría vivo, su mamá estaría sana y ella podría llevar una vida normal. Nunca nadie la querría más que su mamá y su mamá la había abandonado. Cosas de mierda que le pasan a los niños, pero ella creía ser la única con un destino fatal. Luego vino lo peor. Una hermana de su madre, la tía Doris, fue a buscarla y se la llevó. Era una mujer muy gorda y muy tonta, casada con un carabinero. Le dijo que su mamá se había ido a Venezuela, que los amigos de su padre le habían lavado el cerebro, que la había abandonado para no volver jamás.

Una noche, poco después, escuchó a su tía conversando con el carabinero. El le decía que Regina estaba muerta. “¡Cómo sabes eso tú! ¡No puedes saberlo! ¡No es verdad!”, lloraba Doris. Él, inconmovible, con la compasión de una picana, le respondió que todos estaban muertos, que todo el mundo lo sabía, y que era para mejor porque los comunistas son un cáncer explosivo, que se reproducían como arañas, que había que abortarlos antes de que lo infectaran todo y que tuviera cuidado con la niña, que se le notaban los genes marxistas de su padre, que él mismo le arrancaría los jos si se enteraba de que andaba metida en algo raro. “¡No tienes idea! ¡Mi hermana está viva!”.

Vicky jura que recuerda todo esto. Mis recuerdos son tan imprecisos que me cuesta creerle, pero supongo que hay ciertas palabras que se conservan como bilis en el hígado. Sea como fuere, después de esa conversación escuchada tras la puerta, Vicky enmudeció. Hoy en día la habrían llevado al siquiatra, quien le habría diagnosticado stress postraumático, le habría dado una pastilla para hacerla hablar, pero en ese tiempo, y en esas condiciones singulares, Doris se sintió aliviada. Cuando, tres meses después Vicky se quebró y habló, le planteó a su marido la necesidad de buscar “una solución definitiva” para su sobrina. Vicky se había vuelto insoportable. Salió del mutismo distinta, cínica, mentirosa y cruel. Sólo obedecía cuando la estaban mirando, cuando la autoridad, fuera cual fuese, le daba la espalda, hacía gestos groseros con la boca, con las manos. Hoy es igual, cobarde, rebelde y nihilista, sin embargo es divertida, me adivina el pensamiento y es una sobreviviente. Supongo que es la persona que más me gusta en el mundo.

22

Mientras hombrecito se va haciendo más pequeño, Vicky y Jerónimo crecen. Me gustaría tener uno de esos teléfonos portátiles que permiten comunicarse desde cualquier sitio. Me gustaría tener a mi hijo aquí aunque sea por una sola noche.

No sé qué esperaba. ¿Que me hiciera el amor el gásfiter? ¿Que se enamorara? Eso es tan improbable como esta obsesión idiota. Dos improbabilidades juntas, simplemente no sucede. Sólo las mujeres nos enamoramos de ancianos. Los pobres con los pobres, los intelectuales con los intelectuales, los bellos con los bellos. Cruzar esas fronteras sólo trae dolor, eso decía mi abuela de los matrimonios interraciales. Llegará el día en que esas sentencias sean reconocidas como prejuicios, y se estudien en las clases de historia. Mientras tanto estaré atrapada en razonamientos destinados al arcaísmo.

Lo único cierto es que tiene buen culo el hombre, un culo redondo que me gustaría morder alguna vez. Las nalgas de espécimen joven.

23

Tengo que hablar con Jerónimo. Fue su cumpleaños hace tres días y lo olvidé por completo. Treinta y cinco años, mi niño. Quizás acepte venir si le regalo los pasajes.

24

La cabeza de Primitiva parece hecha de arcilla, sacada directamente de la tierra. Esta es su tierra, salió de sus entrañas y allí volverán sus huesos. Yo en cambio soy una ocupante, como una enfermedad oportunista, una bacteria que coloniza su cuerpo. Primitiva es esta isla; yo, una puñalada por la espalda, la daga envenenada; el veneno, una cobardía. Si esta isla se llega a secar un día, si llegan barcos, de los barcos descienden hombres con máquinas que desgarran los minerales capaces de ser transformados en mercancías y se los llevan, si se puebla tanto que el viento se desprende de la tierra, si ésta se vuelve yerma, será mi culpa mía. Una culpa genética, la llevo en la piel, la casa heredada, la biblioteca. Una culpa que compartimos los que tenemos monedas en el banco, papeles de propiedad que nos señalan como dueños de tierras que no nos pertenecen.

25

Le ofrezco pagarle el doble por la leña, es muy poco lo que me cobra, le digo. No acepta, no cambia la expresión, sigue mirándome de frente. Yo en cambio me meto las manos en los bolsillos, retrocedo un paso, bajo la mirada al piso, me sonrojo. Quisiera darle la espalda, profundizar el agravio. Ojalá no sea capaz de leer lo ocurrido, pienso. Vieja analfabeta. De mal en peor, mejor me despido, entro a la casa, pongo un disco, abro un libro.

26

Escribo por torpeza, porque es lo único para lo que sirvo. Todos a mi alrededor pertenecen a una sociedad cerrada, no puedo evitar desentonar, violar las etiquetas. Me ignoran con una mueca de asco. ¿Qué otra cosa puedo hacer si no escribir?

Podría decirse que escribo por vanidad. Lo cierto es que escribo por vergüenza. El trabajo, el amor y el reconocimiento dan a las personas sensación de dignidad, de valía. Yo me he aferrado al trabajo porque es lo único que depende sólo de mí, de mi esfuerzo, aunque a veces me den ganas de dejar caer la roca.

27

De regreso a Fortaleza (ex Natales). Paso una semana sin leer el diario y tengo la impresión de que en el mundo no ha pasado nada. Será porque los diarios chilenos son una vergüenza, será porque desde aquí las cosas que suceden en el mundo parecen demasiado lejanas. Murieron 15 personas en un bus desbarrancado, cayó una bomba, se firmó un tratado de paz, fue elegido un fanático, se cumplieron 100 años del natalicio de un escritor, emergencia sanitaria, avanza la investigación sobre el Alzheimer, condenan a un pedófilo, libertad dominical para un torturador, se reúnen las presidentas, aumenta la percepción de inseguridad, crece el desempleo. El mundo sigue siendo el mundo. Luego de la caída de las Torres Gemelas, nada.

Me da pena que Jerónimo haya decidido ser periodista. Si hay algo de lo que me arrepiento es de no haberle prestado más atención cuando eso aún hubiera significado una diferencia. Me dediqué a hacerlo feliz más que a desafiarlo intelectualmente. Tan torpe, tan inseguro, pensé que necesitaba una gallina más que una tutora. No hay muchas otras cosas que pueda ser una madre. Tenía más de 10 años cuando dejó de irse a meter a mi cama en la noche. Se pegaba a mi lado con los ojos abiertos y movedizos, buscaba monstruos en las sombras, escuchaba los crujidos, a veces se le escapaba un grito o lloraba. Llegaba con la excusa de la pesadilla. Una noche bombas; otra, arañas. Más de una vez soñó que yo lo perseguía amenazante, que yo era azul y tenía un sombrero de bruja, que yo me convertía en pantera, que me salían gusanos de los ojos, que él me mataba. Yo intentaba bajarle el perfil, pero me preocupaba y entristecía la angustia del pobre muchacho. Siempre supe que le había heredado la melancolía, desde que nació y lloraba y lloraba y lloraba.

Pobrecito, mi polluelo. Todo es culpa mía, obvio, todo es siempre culpa de la madre. Tengo que hablar con él, necesito verlo y saber que todo está bien. Hablar con él me alivia la culpa.

28

Mis amigos son unos idiotas, quizás si conociera a otras personas me hubiera quedado en Santiago. Debería haberme ido a vivir afuera, a París o a Sao Paulo. Crecí rodeada de gente pequeñita teniendo conversaciones pequeñitas. Me pregunto cómo hubieran sido las cosas si hubiese crecido rodeada de leyendas vivas, de fábulas conmovedoras. A los 15 o 16 años quería cambiarlo todo y creía que bastaba con desear lo suficiente. Me faltaron los compañeros visionarios, y los seguidores, el músculo de la historia, los votantes, los esclavos, los fans, los empleados, cualquiera que sirviera de músculo. Ya ni la visión tengo, soy corta de vista. Este país de mierda en el que las personas pasan de la infancia a la adultez sin nada entremedio. Odio Chile de manera visceral. El paraíso del tonto grave, del joven fascista, de la ingenua dispuesta a inmolarse por un poco de amor del malo. De los que envidian al vecino de la derecha y desprecian al de la izquierda. Del pobre diablo que nunca aspiro a nada. Como Primitiva Cárdenas. ¿O todos los lugares son iguales?

29

Siempre supe por qué había venido a vivir acá, pero sólo ahora soy capaz de expresarlo en toda su simpleza. Mi vida en la ciudad estaba agotada. Salir o no de casa, ver o no gente, prender la televisión, leer el diario, ir a la oficina o quedarme todo el día en pijama, emborracharme, la caña, la ducha, cualquier cosa que hiciera estaba destinada a la repetición. En dos minutos el viento de estas tierras renovó mis sensaciones. Sirve, opera en mí y a medida que pasan los días más aún voy cambiando. Qué rabia no haber partido antes. Qué felicidad estar aquí. Qué dicha. Me he sacado un montón de tiempo pegajoso de encima.

30

El olor a fritura, el olor a queso, a azúcar quemada; la voz de los locutores, de las actrices; el pulso de la música envasada, producida en Miami; el flujo de la televisión reflejado en mi retina; el sonido particular de la calle en el que se combinan tubos de escape con risas, susurros y zapatos de tacón: todo eso está desapareciendo. Se demora. Después de vivir varias décadas en la ciudad, los sentidos recrean su fantasma, es lo normal. Como cuando a alguien pierde una pierna y continúa dirigiendo órdenes a una extremidad que ya no existe. Del mismo modo la música y las luces de la ciudad continúan brillando y sonando en mi cabeza . Al comienzo ensordecedoras, hoy extrañas y repentinas como el chillido de un hombre adulto. Cuando se trataba de un murmullo constante no era posible distinguir sus matices ni pensar en ello. Ahora los sonidos de la ciudad, las instantáneas que llevo en la memoria pasan ordenadamente por mi recuerdo, como diapositivas en las que puedo detenerme cuando tiempo quiera. La ciudad, la gente coronada por esa nube de ruido, la vida colectiva, social, se disloca, se desmembrana. Por ahí unos hombres acostados en la vereda, uno niños que corren con un palotras un perro, unos militares que se bajan de un camión. Todo tiene un valor semejante, el valor de la vida que chilla muy lejos de donde estoy ahora, sola con Dios.

31.

Extraño la ciudad, siento una puntada de dolor por la ciudad perdida. Sus calles llenas de gente, el sonido de las risas. Siempre es marzo y me reencuentro con amigos luego de unas vacaciones en las que sucedieron tantas cosas que contar. Tengo puesta una solera blanca con lunares y llevo los labios pintados rojos. Nos juntamos en una exposición de pintura en el centro, nos sirven champaña en la calle. Burbujas y pestañas, tacos altos, una mano en la cintura. Caminamos todos juntos a una fiesta de no sé quién, pero no importa, somos lo mejor que podría pasarle a esa fiesta, somos el glamour, el baile, la tensión sexual liberada por fin, la belleza. Hasta ver salir el sol es hermoso. Voy cantando por la calle con los zapatos en la mano, me acompañan dos o tres. La ciudad que echo de menos ya no existe, cambió conmigo, se volvió vieja, bien portada, todos se acuestan temprano y si no lo hacen, les duele la cabeza. Horas y horas de televisión, pasar más tiempo dormida que despierta. Esa ciudad está muerta. No tengo por qué renunciar a este exilio, no hay ciudad a la que volver.

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