Se murió con una copa de vino blanco en una mano y un cigarrillo en la otra. Un infarto masivo le detuvo el corazón. En su propia ley murió, acompañada de los suyos y probablemente triste porque esa era su condición estable. Desde que los militares asesinaron a su hijo, dejó de ser una mujer alegre, y se puso seca, con poco maquillaje y casi cero sonreír.
Llevaba siempre vestidos camiseros grises, blancos y negros. Un luto flexible, personal. Zapatos chinos. No necesitaba mucho más ya que rara vez salía de su departamento; pasaba los días y las noches sentada en su sillón. Un sillón victoriano que había pertenecido, dicen, a don Diego Portales. Severo. Ahí tejía, leía, escribía cartas, jugaba solitarios, conversaba con sus visitas, comía, tomaba y de vez en cuando veía televisión.
Tras la muerte de su hijo se volvió de izquierda, digamos simpatizante. Trabajó para ayudar a los niños afectados por el estado de emergencia y la desaparición de sus padres. Se hizo nuevos amigos, porque a los de antes los perdió cuando en vez de apoyarla decidieron apoyar al dictador. Cambió así a la gente del bridge y del Club de Jardines, a los compañeros del Partido Nacional y a los que se juntaban con su marido en el Club de la Unión por actrices, feministas, cesantes y costureras.
Fundó la Asociación de Familiares de Ejecutados Políticos. Cambió su cara. La hizo dura, la cubrió con anteojos oscuros. Leyó sobre la tortura y la imaginó hasta que el insomnio se instaló en su casa para siempre. Vivió rodeada de fantasmas. Intentó protegerme a mí, que era una niña, pero no pudo, porque al parecer no es tan sencillo, los adultos siempre se equivocan. Para aliviarme, me contó cuentos de un Dios en el que no creía.
Me enseñó muchas cosas, como hacen las abuelas. Me enseñó a pensar, a distinguir una lila de un crespón, compartió conmigo su cuaderno de recetas. Me habló de Proust y de D.H. Lawrence. Me habló de Hitler. Me contó cómo eran las cosas en su colegio, donde a las niñas les servían la comida en bandejas de plata y las castigaban si es que manchaban sus guantes blancos. Me contó cómo ella y sus amigas lograban burlar los controles y subirse a los árboles a buscar fruta. Me recitó poesía. Me enseñó a pintar. Me dijo que me casara muy, pero muy, pero muy enamorada, porque mermaba, y que eligiera a un hombre con el que pudiera conversar, porque nada más perdura. Me enseñó a jugar a las cartas y a los dados, a tejer, a comer lengua de vaca. Intentó enseñarme a no mentir, pero eso no lo aprendí.
A tomar alcohol aprendí, en cambió, y con los años me he vuelto casi tan borracha como ella. Aunque nunca la vi ebria, la verdad es que tomaba todo el día; la empleada le servía una copa de jerez a las 11 am y se la iba rellenando hasta al anochecer. Supongo que así soportaba mejor la angustia, los recuerdos obsesivos del momento en que vio el cadáver de su hijo mutilado y tuvo que salir de la iglesia a vomitar. Y no hablaba del tema porque hablar la hubiese hecho llorar y llorar era algo que no hacían las señoras como ella. No al menos en público. Aunque yo creo que en privado tampoco lloraba. Como he dicho, estaba seca.
Sus placeres no eran ni el llanto ni la risa. Se bañaba en tina, a diario, algo que he heredado. Fumaba: dos cajetillas diarias antes de que la úlcera la hiciera reducir a la mitad. Amaba a sus nietos, a mí sobre todo. Fuera de la violencia de su imaginación, yo era lo que le quedaba de su hijo. Me sentaba sobre sus rodillas y me hacía cosquillas hasta llevarme al borde de la asfixia, hasta que le imploraba que se detuviese. “Mi princesa mora”, me decía. Y me contaba historias de nuestra familia en otros tiempos, la mayoría de las cuales, lo lamento, he olvidado. Probablemente no presté atención.
Me contó cómo su padre, un hombre brillante y obeso, dejaba su biblioteca, la comodidad de su casa en el campo, para ir internarse en la montaña durante semanas. No recuerdo a qué. Me contó cómo lo tuvo que cuidar durante años antes de que lo matara un enfisema pulmonar. Yo barajaba las cartas mientras pensaba en alguna cosa propia de mis quince años revueltos.
Solía ir a almorzar a su casa, alcachofas, papas con arroz, a la carta, luego de haberme despertado, pasado el medio día, aún un poco ebria. Ella me miraba con la esperanza de que la atorrancia se me quitara pronto. Nunca ocurrió, la elegancia siempre ha sido para mí un disfraz.
Ella sabía que con sus delantales negros, sus zapatos pobres, sus hombros cansados, no era el mejor ejemplo para convertirme en una lady, pero quería que lo fuera, quería que fuera como ella había sido antes de que le cayera encima la maldad de los hombres y la historia. Afortunadamente nunca comprendió que yo estaba perdida (¡qué romántica ilusión la de imaginarse perdida!), que había sido amamantada con esa maldad.
No es tan raro entonces que no quisiera parecerme a aquellos que nos gobernaban, que nos sonreían desde las revistas, que nos enseñaban con rudeza en el colegio acerca de Dios y raíces cuadradas con la misma ausencia de pasión. Me gustaba, en cambio, la poesía. El teatro, no ir a verlo representado, sino leerlo. El teatro de O’Neil, de Ibsen, de Chejov. Teatro sobre ilusiones quebradas, miserias familiares, degeneración y violencia.
Me gustaban las drogas porque me permitían darle un vistazo a la vida desde arriba. Me sentía inmortal, como todos los niños. Me gustaban mis amigos, tan torpes, tristes, insolentes y dañados como yo. Niños malditos. Me gustaba el sexo; aunque me experiencia era nula, me gustaba la idea del sexo. Sentir las miradas de deseo. Me gustaba la música, tenía una banda sonora organizada para cada momento emocional. Y me gustaba mi abuela, porque era seria, no se andaba con risitas; porque era inteligente, eso sobre todo; porque era tierna y me decía “mi princesa mora”, “Josefota”, parecía ser la única que se daba cuenta de que tras mi fachada de chica ruda había una niña que lloraba.
Supongo que para ella, el mundo no era un lugar tan antipático como era para mí. Mal que mal había tenido cinco décadas para aprender a convivir con él de forma más o menos amorosa antes del desastre. Madre y dueña de casa perfecta. Criadora de rosas. Campeona de bridge. Muy probablemente de habernos topado, nos habríamos mirado con desprecio.
Aunque el dinero no abundaba en esos días, su casa estaba llena de símbolos de plata vieja, de estatus aristocrático. Pintura colonial, muebles de autor, platería inscrita con el apellido familiar. Yo en cambio llevaba pelos en las axilas, la ropa rota, el pelo cortado a tijeretazos. Por muchas cosas que tuviéramos en común había algo, una noción suya de dignidad, de la que yo no salía victoriosa. Pero era una adolescente, había esperanza, aún podría cambiar. Murió cuando yo tenía 26 años, antes de haber perdido la esperanza.
A veces, antes de quedarme dormida, trato de recordar el timbre de su voz.
* En la foto está en Acapulco, es 1961 y ella tiene 38 años.