Para acompañar la lectura de La mansa, les propongo este ensayo de Freud en el que, a partir de su obra y su biografía, analiza el carácter de Dostoeivski bajo el lente de la teoría psicoanalítica. He aquí:
En la rica personalidad de Dostoyevski podemos distinguir cuatro facetas: el poeta, el neurótico, el moralista y el pecador.
¿Cómo orientarnos en esta intrincada complicación?
Por lo que al poeta se refiere, no hay lugar a dudas. Tiene su puesto poco detrás de Shakespeare.
Los hermanos Karamazov es la novela más acabada que jamás se haya escrito, y el episodio del gran inquisidor es una de las cimas de la literatura mundial. Por desgracia, el análisis tiene que rendir las armas ante el problema del poeta.
El aspecto más accesible de Dostoyevski es el de moralista. Cuando se le quiere ensalzar como hombre moral, alegando que sólo quien ha atravesado los estratos más profundos del pecado puede alcanzar el culmen de la moralidad, se olvida algo muy importante.
Moral es quien reacciona ya contra la tentación percibida en su fuero interno y no cede a ella.
Aquel que, alternativamente, peca y se plantea luego, movido por el remordimiento, elevadas exigencias morales, se expone al reproche de facilitarse demasiado las cosas. Ha eludido el mandato esencial de la moralidad -la renuncia-, pues la observación de una conducta moral es un interés práctico de la Humanidad.
Nos recuerda a los bárbaros de la emigración de los pueblos, que mataban y hacían luego penitencia en una técnica destinada a hacer posible el homicidio. Iván el Terrible no obraba de otro modo, y esta forma de conciliar la conducta personal con la moralidad es, incluso, un rasgo característico del alma rusa.
Tampoco el resultado final de la lucha moral de Dostoyevski es nada loable. Después de luchar desesperadamente por conciliar las aspiraciones instintivas del individuo con las exigencias de la comunidad humana, acaba sometiéndose a la autoridad seglar y a la eclesiástica, venerando al zar y al Dios de los cristianos y propugnando un estrecho nacionalismo ruso, actitud a la que otros espíritus más deleznables han llegado con mucho menos esfuerzo.
Este es el punto débil de la magna personalidad de Dostoyevski: no quiso ser un maestro y un libertador de la Humanidad y se situó al lado de sus carceleros.
El porvenir cultural de la Humanidad tendrá muy poco que agradecerle. No sería acaso difícil demostrar que su neurosis le condenaba a tal fracaso. La elevación de su inteligencia y la fuerza de su amor a la Humanidad abrían a su vida otro camino distinto: el camino del apostolado.
Pero también, contra la idea de considerar a Dostoyevski como un pecador o un criminal, se alza en nosotros una violenta resistencia, que no tiene por qué fundarse en la estimación vulgar del criminal.
No tardamos en descubrir el verdadero motivo: el criminal integra dos rasgos esenciales: un egotismo ilimitado y una intensa tendencia destructora, siendo común a ambos y premisa de sus manifestaciones el desamor, la falta de valoración afectiva de los objetos humanos.
Dostoyevski entraña, por el contrario, una gran necesidad de amor que se evidencia en manifestaciones de suprema bondad y le permite amar y auxiliar, incluso en ocasiones en las que era innegable su derecho al odio y a la venganza; por ejemplo, en sus relaciones con su primera mujer y con el amante de la misma. Nos preguntaremos entonces de dónde nos viene la tentación de incluir a Dostoyevski entre los criminales.
Respuesta: es la elección de sus temas literarios, en la cual prefiere los caracteres egoístas, violentos y asesinos, la que indica la existencia de tales inclinaciones en su fuero interno, como igualmente algunos hechos reales de su vida, tales como su pasión por el juego, y acaso el haber abusado sexualmente de una muchacha impúber (confesión).
La contradicción se resuelve por el descubrimiento de que el fortísimo instinto de destrucción de Dostoyevski, que hubiera hecho orientado esencialmente en su vida contra su propia persona (hacia adentro, en lugar de hacia afuera) y se manifiesta, así como masoquismo y sentimiento de culpabilidad.
De todos modos, su persona conserva rasgos sádicos suficientes, que se manifiestan en su irritabilidad, su gusto en atormentar y su intolerancia incluso contra personas queridas.
Era, pues, en las cosas pequeñas, sádico hacia afuera, y en las de más alcance, sádico hacia dentro, o sea, masoquista; esto es, un hombre benigno, bondadoso y auxiliador. De la complicación de la personalidad de Dostoyevski hemos extraído tres factores: uno cuantitativo y dos cualitativos.
Su extraordinaria afectividad, la disposición instintiva perversa que había de hacer de él un sadomasoquista o un criminal y sus dotes artísticas, inanalizables.
Este conjunto podría existir muy bien sin neurosis. Hay, en efecto, masoquistas completos no neuróticos. Conforme a la relación de fuerzas entre las exigencias instintivas y las inhibiciones a ellas contrapuestas (aparte de los caminos de sublimación disponibles), podría aún clasificarse a Dostoyevski dentro de los llamados «caracteres instintivos».
Pero la situación es enturbiada por la coexistencia de la neurosis, la cual, como ya hemos dicho, no es inevitable y fatal en semejantes circunstancias, pero se constituye tanto más fácilmente cuanto mayor es la complicación que el yo ha de vencer. La neurosis no es más que un signo de que el yo no ha logrado una tal síntesis y ha perdido, al intentarlo, su unidad.
¿Qué es rigurosamente lo que prueba la existencia de la neurosis?
Dostoyevski se tenía -y era tenido, en general- por epiléptico, a causa de los graves ataques de convulsiones musculares que le aquejaban, acompañados de pérdida de conocimiento y seguidos de honda depresión.
Pero lo más probable es que esta pretendida epilepsia fuera tan sólo un síntoma de su neurosis, la cual podríamos clasificar, en consecuencia, como histeroepilepsia; esto es, como una histeria grave.
Diagnóstico, desde luego, inseguro, por dos razones: la insuficiencia y la falta de garantía de los datos acoplados sobre la pretendida epilepsia de Dostoyevski y la oscuridad todavía reinante en cuanto a los estados patológicos a los que se enlazan ataques epileptoides.
Veamos, primero, este segundo punto: sería inútil reproducir aquí toda la patología de la epilepsia, que no llega a conclusión alguna definitiva. Pero sí podemos decirnos que el antiguo morbus sacer, la inquietante enfermedad, con sus ataques convulsivos imprevisibles, no provocados, al parecer; su modificación del carácter en un sentido irritable y agresivo y un rebajamiento progresivo de todas las funciones intelectuales, resalta siempre como una aparente unidad clínica.
Ahora bien: sus contornos no se nos muestran claramente delineados; muy al contrario, van desvaneciéndose hasta una máxima imprecisión. Los ataques de rápida y brutal aparición, con mordeduras de lengua y evacuación de orina, acumulados al peligrosísimo status epilepticus, durante el cual el sujeto queda expuesto a causarse gravísimas lesiones, pueden aparecer mitigados hasta breves períodos en los que el enfermo realiza, como bajo el imperio de lo inconsciente, algo totalmente ajeno a él.
Somáticamente condicionados en general, pueden, no obstante, deber su génesis primera a un influjo psíquico (a un susto) o reaccionar a estímulos psíquicos.
Por muy característico que en la inmensa mayoría de los casos sea el deterioro intelectual, conocemos, por lo menos, un ejemplo (Helmholtz) en el que la enfermedad no logró impedir elevados rendimientos de este orden.
(Otros casos en los que se ha afirmado lo mismo son inseguros o suscitan las mismas dudas que el de Dostoyevski.)
Los enfermos de epilepsia pueden hacernos la impresión del embotamiento y de un desarrollo inhibido, así como la enfermedad misma aparece frecuentemente acompañada de idiotez patente y de máximos defectos cerebrales, si bien no como elementos necesarios del cuadro patológico; pero los ataques descritos aquejan también, con todas sus variedades, a personas que manifiestan un pleno desarrollo psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la mayoría de los casos. No es, por tanto, de extrañar que en estas circunstancias parezca imposible mantener la unidad de una afección clínica bajo el nombre de «epilepsia».
La homogeneidad de los síntomas exteriorizados parece demandar una interpretación funcional, como si se hubiera constituido orgánica y previamente un mecanismo de derivación anormal de los instintos, mecanismo al que se recurría en las más diversas circunstancias, tanto con ocasión de perturbaciones de la actividad cerebral por una grave enfermedad como ante un dominio insuficiente de la economía psíquica. Detrás de esta, dualidad sospechamos la identidad del mecanismo de derivación de los instintos existentes en el fondo.
Este puede también ser un tanto afín a los procesos sexuales tóxicamente motivados en su fondo. Ya los médicos más antiguos decían que el coito era una pequeña epilepsia, reconociendo así en el acto sexual la mitigación y la adaptación de la descarga epiléptica de los estímulos.
La «reacción epiléptica», términos con los que podemos designar este conjunto, se pone indudablemente a disposición de la neurosis, cuya esencia consiste en derivar por el camino somático aquellas magnitudes de excitación que le es imposible manejar psíquicamente.
El ataque epiléptico pasa a ser, de este modo, un síntoma de la histeria y es adaptado y modificado por ella, lo mismo que por la derivación sexual normal. Es, por tanto, acertado distinguir entre una epilepsia orgánica y una epilepsia «afectiva». Prácticamente, esta distinción significa que quien padece la primera es un enfermo del cerebro, y quien padece la segunda, un neurótico.
En el primer caso, la vida anímica sufre una perturbación ajena a ella y procedente del exterior; en el segundo, la perturbación es una manifestación de la vida anímica misma.
Es muy probable que la epilepsia de Dostoyevski fuera de este segundo género. Pero no es hacedero probarlo rigurosamente, pues tendríamos que poder insertar la primera aparición y las oscilaciones posteriores de los ataques en el conjunto de su vida anímica y no poseemos datos bastantes para ello. Las descripciones de los ataques mismos no nos ilustran nada, y las noticias que poseemos sobre las relaciones entre los ataques y las vivencias del sujeto son insuficientes y a veces contradictorias.
La hipótesis más verosímil es la de que los ataques comenzaron muy pronto, ya en la niñez de Dostoyevski, siendo primeramente representados por síntomas benignos y adoptando luego la forma epiléptica, cuando a los dieciocho años de edad sufrió el sujeto la conmoción de una terrible vivencia: el asesinato de su padre.
Sería muy adecuado que durante el tiempo de su encarcelamiento en Siberia hubieran remitido por completo los ataques; pero otros datos contradicen tal hipótesis. La indiscutible relación existente entre el asesinato del padre en Los hermanos Karamazov y el destino del padre de Dostoyevski ha sido recogida por más de un biógrafo y los ha movido a referirse a «una cierta orientación psicológica moderna».
El psicoanálisis, pues a él se alude con tales palabras, tiende a ver en este suceso el trauma más grave, y en la reacción de Dostoyevski a él, la piedra angular de su neurosis.
Ahora bien: al tratar de fundamentar psicoanalíticamente esta tesis temo resultar incomprensible a los lectores poco o nada familiarizados con las doctrinas y la terminología de nuestra disciplina. Tenemos un punto de partida seguro. Conocemos el sentido de los primeros ataques de Dostoyevski en sus años jóvenes, mucho antes de la aparición de la «epilepsia».
Estos ataques significan la muerte; eran precedidos de accesos de miedo a morir, y consistían en estados de sueño letárgico. La enfermedad se apoderó de él inicialmente, siendo aún un niño, bajo la forma de una profunda melancolía repentina e inmotivada; un sentimiento -según el mismo Dostoyevski cuenta luego a su amigo Strachoff– como si fuera a morirse al instante, y, efectivamente, a tal sentimiento seguía un estado análogo a la verdadera muerte.
Su hermano Andrés cuenta que ya en años infantiles Fedor solía dejar al lado de su cama, antes de acostarse, una nota en la que expresaba su temor de caer durante la noche en un estado letárgico análogo a la muerte y rogaba que si así sucedía no le enterraran hasta pasados cinco días (Dostoiewski am Roulette, introduc., pág. LX).
Conocemos el sentido y la intención de tales ataques que fingen la muerte.
Suponen una identificación con un muerto, con una persona que ha muerto realmente o que vive aún, pero a la que se desea la muerte.
Este último caso es el más importante.
El ataque tiene entonces el valor de un castigo.
El sujeto ha deseado a otro la muerte, y ahora es él aquel otro y está muerto.
En este punto sienta el psicoanálisis la afirmación de que tal otro es, regularmente, para el niño su propio padre.
El ataque -llamado histérico- es, pues, un autocastigo por el deseo de muerte contra el padre odiado.
El parricidio es, según interpretación ya conocida, el crimen capital y primordial, tanto de la Humanidad como del individuo. Desde luego, es la fuente principal del sentimiento de culpabilidad, aunque no sabemos si la única, pues las investigaciones no han podido determinar con seguridad el origen psíquico de la culpa y de la necesidad de rescatarla. Pero tampoco es preciso que sea, en efecto, la única. La situación psicológica es complicada y precisa de aclaración. La relación del niño con su padre es una relación ambivalente.
Además del odio que quisiera suprimir al padre como a un enfadoso rival, existe, regularmente, cierta magnitud de cariño hacia él.
Ambas actitudes llevan, conjuntamente, a la identificación con el padre. El sujeto quisiera hallarse en el lugar del padre porque le admira; quisiera ser como él y quisiera al mismo tiempo suprimirlo.
Ahora bien: toda esta evolución tropieza con un poderoso obstáculo. En un momento dado, el niño llega a comprender que la tentativa de suprimir al padre como a un rival sería castigada por aquél con la castración. Y así, por miedo a la castración, esto es, por interés de conservar su virilidad, abandona el deseo de poseer a la madre y suprimir al padre.
En cuanto tal deseo permanece conservado en lo inconsciente, constituye la base del sentimiento de culpabilidad. Todos éstos son, a nuestro juicio, procesos normales, el destino normal del llamado complejo de Edipo.
A ello vamos a añadir ahora un complemento importantísimo.
Una complicación más surge cuando en el niño se halla intensamente desarrollado aquel factor al que damos el nombre de bisexualidad.
Entonces, ante la amenaza de perder la virilidad por obra de la castración, se intensifica la tendencia a encontrar una salida por el lado de la feminidad, situándose en el lugar de la madre y adoptando su papel de objeto erótico para con el padre. Pero el miedo a la castración hace también imposible esta solución.
El sujeto comprende que también habrá de someterse a la castración si quiere ser amado, como una mujer, por el padre.
De este modo, ambos impulsos, el odio al padre y el enamoramiento del padre, sucumben a la represión. Una diferencia psicológica se diseña, sin embargo, en este punto, pues el odio al padre es abandonado a causa del miedo a un peligro exterior (la castración), en tanto que el enamoramiento es tratado como un peligro instintivo interior, que, de todos modos, se reduce, en el fondo, de nuevo al mismo peligro exterior.
Lo que hace inadmisible el odio al padre es el miedo al mismo; la castración es temerosa, tanto en calidad de castigo como en calidad de precio del amor.
De los dos factores que reprimen el odio al padre, el primero, el miedo directo al castigo y a la castración, puede ser calificado de normal, mientras que la intensificación patógena parece ser aportada por el otro factor, el miedo a la actitud femenina. Una intensa disposición bisexual es así una de las condiciones a uno de los refuerzos de la neurosis.
Podemos estar casi seguros de que Dostoyevski entrañaba tal disposición, manifiesta en la importancia que tuvieran en su vida las amistades masculinas (homosexualidad latente), en su conducta singularmente cariñosa para con sus rivales en amor y en su excelente comprensión de situaciones sólo explicables por una homosexualidad reprimida, como lo prueban múltiples pasajes de sus novelas.
Lamentaré -pero no está en mi mano remediarlo- que estas consideraciones sobre el odio y el amor del sujeto infantil con respecto a su padre y las modificaciones experimentadas por tales sentimientos bajo el influjo de la amenaza de castración parezcan repulsivas e inaceptables a los lectores poco familiarizados con el psicoanálisis.
Esperamos incluso que precisamente el compleja de castración haya de tropezar con la repulsa general. Pero no podemos menos de insistir con máxima energía en que la experiencia psicoanalítica deja fuera de toda duda estas circunstancias y nos hace ver en ellas la clave de toda neurosis.
Habremos, pues, de intentar aplicarla también a la pretendida epilepsia de nuestro poeta. Las consideraciones que preceden no agotan, desde luego, las consecuencias de la represión del odio al padre en el complejo de Edipo.
A ellas hemos de agregar aún que la identificación con el padre acaba por conquistarse un puesto permanente en el yo. Es acogida en el yo, pero se ubica en él, como una instancia especial aparte de su contenido restante.
A esta nueva instancia le damos entonces el nombre de «superyó» y le adscribimos, como heredera de la influencia del padre, importantísimas funciones.
Si el padre fue severo, violento y cruel, el superyó toma de él estas condiciones, y en su relación con el yo se restablece aquella pasividad que precisamente había de ser reprimida.
El superyó se ha hecho sádico, y el yo se hace masoquista: esto es, femeninamente pasivo en el fondo. Fórmase en el yo una magna necesidad de castigo, que permanece, en parte, como tal a disposición del destino y encuentra, en parte, satisfacción en el maltrato por el superyó (sentimiento de culpabilidad).
Todo castigo es, en el fondo, la castración, y como tal, el cumplimiento de la antigua actitud pasiva con respecto al padre. También el destino es tan sólo, en último término, una ulterior proyección del padre.
Los procesos normales de la formación de la conciencia han de ser análogos a los anormales antes descritos. No hemos conseguido aún fijar las fronteras entre unos y otros.
Se observará que describimos máxima participación en e] desenlace a los componentes pasivos, o sea, a la feminidad reprimida.
Además ha de ser muy importante, como factor accidental, el hecho de que el padre, ya siempre temido, sea también especialmente violento en la vida real.
Así sucedió en el caso de Dostoyevski, y el hecho de su extraordinario sentimiento de culpabilidad, así como su conducta masoquista en la vida, podemos referirlo a un intenso componente femenino.
Así, pues, la fórmula correspondiente a Dostoyevski será ésta: un sujeto de disposición bisexual particularmente intensa, que puede defenderse con singular energía su dependencia de un padre especialmente duro. Este carácter de la bisexualidad lo añadimos a los componentes de su personalidad antes fijados.
El síntoma temprano de los «ataques de muerte» se nos explica así como una identificación con el padre, tolerada por el superyó con un fin punitivo. «Has querido matar a tu padre para ocupar tú su lugar. Pues bien: ahora eres tú el padre, pero el padre muerto.» Tal es el mecanismo corriente de los síntomas histéricos.
«Y, además, ahora el padre te mata a ti.» Para el yo, el síntoma de la muerte es la satisfacción imaginativa del deseo masculino y al mismo tiempo una satisfacción masoquista. Para el superyó es una satisfacción del impulso punitivo, o sea, una satisfacción sádica.
Ambos, el yo y el superyó, siguen desempeñando el papel del padre. En conjunto, la relación entre la persona y el objeto paterno se ha transformado, conservando su contenido, en una relación entre el yo y el superyó, constituyendo una reposición de la misma obra en un nuevo escenario.
Tales reacciones infantiles, emanadas del complejo de Edipo, pueden extinguirse cuando la realidad deja de aportarles alimento. Pero el carácter del padre sigue siendo el mismo, e incluso empeora con los años, y de este modo también perdura en Dostoyevski el odio al padre, su deseo de muerte contra aquel padre cruel.
Ahora bien: es harto peligroso que la realidad llegue a cumplir tales deseos reprimidos. La fantasía se hace así realidad, y todas las medidas defensivas quedan reforzadas.
Los ataques de Dostoyevski toman entonces carácter epiléptico, siguen entrañando el sentido de una identificación punitiva con el padre, pero se hacen más temerosos, como terrible ha sido la muerte del padre mismo.
Lo que no podemos adivinar es en qué otro contenido, particularmente de orden sexual, hubo de agregarse a ellos. Hallamos algo en extremo singular: en el aura del acceso el sujeto vive un instante de máxima felicidad, fijado acaso por el sentimiento de triunfo y de liberación emergentes al recibir la noticia de la muerte, al que sigue en el acto el castigo, tanto más cruel. Una tal sensación de triunfo y duelo, alegría festiva y duelo la hallamos también repetida entre los hermanos de la horda primordial, que, después de matar al padre, lo vuelven a hallar en la ceremonia de la comida totémica.
Si fuera cierto que Dostoyevski no sufrió ataque ninguno mientras estuvo en Siberia, ello confirmaría que sus ataques eran su castigo, no necesitándolos, por tanto, mientras sufría otro de distinto género. Pero esta circunstancia resulta indemostrable.
Esta necesidad de castigo de la economía psíquica de Dostoyevski explica más bien que pudiera atravesar sin grave quebranto tales años de miseria y humillaciones.
La condena de Dostoyevski como delincuente político fue injusta: Dostoyevski tenía que darse cuenta de ello; pero aceptó el castigo inmediato que el zar (el padrecito) le imponía, como sustitución del castigo al que su pecado contra su verdadero padre le había hecho acreedor.
En lugar de entregarse al autocastigo se dejó castigar por el representante del padre. En este punto vislumbramos una parte de la justificación psicológica de las penas impuestas por la sociedad.
Es indudable que grandes grupos de delincuentes piden y ansían el castigo. Su superyó lo exige y evita así tener que imponerlo por sí mismo.
Quienes conocen los complicados cambios de sentido de los síntomas histéricos comprenderán que no emprendemos aquí una tentativa de descubrir más allá de este punto inicial el sentido de los ataques de Dostoyevski. Ya es bastante poder suponer que su sentido original permaneció inmutable detrás de todas las estratificaciones ulteriores.
Podemos decir que Dostoyevski no se vio jamás libre de remordimientos por su primitivo propósito parricida. Tales remordimientos determinaron también su actitud en los otros dos sectores en los que la relación paterno-filial da la norma; esto es, ante la autoridad estatal y ante la creencia en Dios.
En el primero llegó una plena sumisión al padrecito zar, el cual había representado con él una vez, en la realidad, la comedia de la muerte que sus ataques le presentaban con tanta frecuencia. La penitencia logró en este punto un predominio absoluto.
En el terreno religioso le quedó mayor libertad. Según informes de cierta garantía, osciló durante toda su vida entre la fe y el ateísmo.
Su gran inteligencia le hacía imposible ocultarse las grandes dificultades mentales que suscita la fe. Repitiendo individualmente una evolución histórica, esperaba hallar en el ideal cristiano una salida y una redención y utilizar sus sufrimientos mismos como base de una aspiración a un papel de Cristo.
Si en conjunto no llegó a alcanzar la libertad y se hizo reaccionario, fue porque la culpa filial, generalmente humana, en la que se basa el sentimiento religioso alcanzó en él una intensidad superindividual, permaneciendo inaccesible incluso a su gran inteligencia.
En este punto nos exponemos al reproche de abandonar la imparcialidad del análisis y someter a Dostoyevski a valoraciones sólo justificadas desde el punto de vista partidista de cierta intuición del Universo. Un conservador tomaría el partido del gran inquisidor y juzgaría muy diferentemente a Dostoyevski.
El reproche está justificado; mas para mitigarlo podemos alegar que la decisión de Dostoyevski aparece determinada por la inhibición mental provocada por la neurosis.
No cabe atribuir al azar que tres obras maestras de la literatura universal traen el mismo tema: el parricidio. Tal es, en efecto, el tema del Edipo de Sófocles, del Hamlet shakespeariano y de Los hermanos Karamazov. Y en los tres aparece también a plena luz el motivo del hecho; la rivalidad sexual por una mujer. La exposición mas sincera, desde luego, la del drama inspirado en la leyenda griega.
En él, el protagonista mismo ha cometido el hecho. Pero sin atenuantes ni veladuras es imposible la elaboración poética. La confesión desnuda del propósito de suprimir al padre, tal como tendemos a conseguirlo en el análisis, parece intolerable sin una previa preparación analítica.
En el drama griego, la atenuación imprescindible queda magistralmente conseguida sin alteración alguna de los hechos, proyectando en la realidad el motivo inconsciente del protagonista como una fatalidad ajena a él.
El protagonista comete el acto criminal inintencionadamente y, al parecer, sin influjo alguno procedente de la mujer pero luego se rinde pleitesía a la verdad profunda, por cuanto sólo después de repetir el hecho con el monstruo que simboliza al padre llega el protagonista a conseguir a la reina, su madre.
Una vez descubierta su culpa y hecha consciente, no sigue tentativa alguna de descargarla de sí recurriendo a la construcción auxiliar de la fatalidad, sino que es reconocida y castigada como una culpa consciente, cosa que a nuestra reflexión puede parecer injusta, pero que es plenamente correcta desde el punto de vista psicológico.
La expresión del drama inglés es indirecta; el acto criminal no ha sido realizado por el protagonista mismo, sino por otro sujeto, para el cual no significaba un parricidio.
Por lo cual no es preciso ya velar el motivo repulsivo: la rivalidad sexual. También el complejo de Edipo del protagonista lo vemos como a una luz refleja al observar los efectos que en él produce el acto cometido por otro. Debía vengar el crimen, pero se encuentra extrañamente incapaz de hacerlo.
Sabemos que lo que le paraliza es su sentimiento de culpabilidad, pero éste es sustituido en forma muy análoga a la que siguen los procesos neuróticos por la percepción de su insuficiencia para el cumplimiento de su labor vengadora.
Surgen indicios de que el protagonista siente esta culpa como una culpa superindividual. Desprecia a los demás tanto como a sí mismo se desprecia. «Si se tratara a cada cual como se merece, ¿quién escaparía de ser azotado?»
La novela de Dostoyevski avanza en esta dirección un paso más. También en ella es otro el que ha cometido el crimen; pero alguien que se hallaba en el asesinato en la misma relación filial que Dimitri, el protagonista, con respecto al cual es abiertamente confesado el motivo de la rivalidad sexual.
El parricida es, en efecto, otro hermano, al que Dostoyevski atribuye singularmente su propia enfermedad, la pretendida epilepsia, como si quisiera confesar que el neurótico y epiléptico que en él había era un parricida. Y luego sigue en el informe ante los tribunales la famosa burla contra la Psicología, calificada de cuchilla con dos extremos, la cual constituye un habilísimo encubrimiento, pues basta darle la vuelta para hallar el sentido profundo de la concepción de Dostoyevski. No es la Psicología lo que merece la burla, sino el procedimiento judicial.
Es indiferente quién haya cometido realmente el crimen; para la Psicología, lo único que importa es quién lo ha deseado en su fuero interno y ha acogido gustoso su realización, y por eso son igualmente culpables todos los hermanos -con la sola excepción de Aljoscha, figura de contraste-, tanto el vividor entregado a sus instintos, como el cínico escéptico y el criminal epiléptico.
En Los hermanos Karamazov hallamos una escena que caracteriza magistralmente a Dostoyevski. El staretz reconoce en una conversación con Dimitri que entraña en sí la disposición al parricidio y se arrodilla ante él. Este acto no puede ser desde luego una expresión de admiración; ha de significar que el santo rechaza en sí la tentación de despreciar
o condenar al asesino y se humilla por ello ante él. La simpatía de Dostoyevski hacia el delincuente es realmente ilimitada; va mucho más allá de la compasión, a lo que puede aspirar el desgraciado, y recuerda el respeto que a los antiguos inspiraban el epiléptico y el demente.
El criminal es para él casi como un redentor, que ha tomado sobre sí la culpa que de otro modo habrían tenido que soportar los demás. Uno no necesita ya asesinar después que él ha asesinado y tiene que estarle agradecido, pues de otro modo hubiera tenido uno mismo que cometer el crimen.
Esto no es sólo benigna compasión, sino identificación sobre la base de idénticos impulsos asesinos, y en último término, narcisismo ligeramente desplazado. Lo cual no anula en modo alguno el valor ético de tal bondad.
Acaso es éste, en general, el mecanismo de la compasión, más fácilmente perceptible en este caso extremo del poeta, dominada por el sentimiento de culpabilidad.
Es indudable que esta identificación simpática determinó decisivamente en Dostoyevski la elección de los temas literarios. Pero eligió primero la figura del delincuente vulgar -por egotismo-, y luego, las del delincuente político y religioso, antes de retornar, ya al fin de su vida, a la del delincuente primordial -el parricida- y utilizarla para legarnos su confesión poética.
La publicación de sus obras póstumas y del diario de su mujer han arrojado viva luz sobre un episodio de su vida, sobre el tiempo en que Dostoyevski, hallándose en Alemania, vivió dominado por la pasión del juego. (Dostoiewski am Roulette.)
Fue éste un evidente acceso de pasión patológica, que no pudo ser desviada y utilizada en otro sentido. No faltaron racionalizaciones de esta conducta, tan singular como indigna.
El sentimiento de culpabilidad se creó, como no es raro en los neuróticos, una representación tangible en una carga de deudas, y Dostoyevski podía alegar que aspiraba a ganar en el juego lo necesario para retornar a Rusia sin ser encarcelado por sus acreedores. Pero ello no era más que un pretexto.
Dostoyevski era lo bastante inteligente para reconocerlo y lo bastante honrado para confesarlo. Sabía que lo importante era el juego en sí, le jeu pour le jeu. Todos los detalles de su insensata conducta instintiva (pulsional) demuestran esto y todavía algo más.
El juego le era también un medio de autocastigo. Había dado infinitas veces a su joven esposa su palabra de honor de no jugar más, y como él mismo confiesa, jamás cumplía tales promesas. Y cuando sus pérdidas hundían a ambos en la más negra miseria, Dostoyevski extraía de ello una segunda satisfacción patológica.
Podía insultarse y humillarse ante su esposa e incitarla a despreciarle y a lamentar haberse casado con aquel pecador incorregible, y después de descargar así su conciencia, volvía a la mesa de juego.
Su joven mujer se acostumbró a este ciclo, pues observó que aquello que únicamente podía en realidad salvarlos, la producción literaria, nunca marchaba mejor que después de haber perdido todo y haber empeñado todo su ajuar. Pero, como es natural, no llegó a comprender la relación dada.
Cuando su sentimiento de culpabilidad quedaba satisfecho por el castigo que él mismo se había atraído, cesaba su incapacidad para el trabajo y se permitía dar unos cuantos pasos por el camino del éxito. Una novela de un autor moderno nos deja adivinar fácilmente cuál es el trazo de vida infantil, ha largo tiempo soterrado, que se conquista una repetición en la obsesión del juego.
Stefan Zweig, que por cierto ha dedicado también un estudio a Dostoyevski (Drei Meister), nos ofrece en una novela corta, titulada Veinticuatro horas en la vida de una mujer, una pequeña obra maestra, que aparentemente se propone hacer observar cuán irresponsable es la mujer y a qué sorprendentes extralimitaciones puede ser impulsada por una represión inesperada. Pero si la sometemos a una interpretación analítica, y todo en ella invita a tal labor, hallamos en su fondo algo muy distinto.
Presenta, en efecto, ya sin tendencia alguna exculpatoria, algo generalmente humano, más bien generalmente masculino.
Característico de la naturaleza de la creación poética es que el autor, al ser interrogado por mí sobre la cuestión pudiera asegurar de perfecta buena fe que la interpretación que yo le comunicaba era totalmente ajena a su conocimiento y a su intención, aunque su obra incluía ciertos detalles, que parecían expresamente calculados para indicar la pista de su sentido secreto.
En esta novela de Zweig, una distinguida señora, ya entrada en años, relata al poeta un suceso por ella vivido veinte años atrás. Había perdido muy pronto a su esposo, y cuando sus dos hijos se crearon un hogar y quedó ella sola y sin objeto ya en la vida, se había dedicado a viajar para distraer su ánimo ensombrecido.
Y una noche, en el casino de Montecarlo, cautivaron su atención las manos de un jugador desgraciado, que delataban con emocionante sinceridad e intensidad las sensaciones de su dueño.
Era éste un apuesto joven -el poeta le atribuye, sin intención aparente, la edad del hijo mayor de la protagonista-, que después de haber perdido todo su dinero abandona la sala de juego, presa de honda desesperación, y sale al parque, acaso para poner fin a su vida. Una simpatía inexplicable fuerza a nuestra heroína a seguirle para intentar salvarle.
El joven la cree al principio una de tantas aventureras que por aquellos lugares pululan, e intenta rechazarla; pero ella consigue permanecer a su lado, y una serie de circunstancias inesperadas la lleva a alojarse en el mismo hotel, y, por último, a compartir su lecho.
Después de esta improvisada noche de amor, logra que el joven le jure solemnemente no volver a jugar, le facilita el dinero necesario para volver a su casa y le promete ir a despedirle a la estación. Pero luego despierta en ella una interna ternura hacia aquel joven; se propone sacrificarlo todo para conservar su amor, y decide partir con él.
Azares contrarios la hacen perder el tren, y cuando luego, llevada por la nostalgia del bien perdido, entra en una sala de juego, encuentra de nuevo allí, con espanto, aquellas manos que despertaron su simpatía.
El perjuro ha vuelto al juego. La protagonista le recuerda su juramento; pero él, poseído por la pasión del juego, la rechaza, y para librarse de su presencia acaba por arrojarle el dinero con el que ella había intentado redimirle. Nuestra heroína huye, profundamente avergonzada, y días después averigua que ni siquiera le ha sido dado preservar del suicidio a aquel desgraciado.
Esta narración, brillantemente escrita y escrupulosamente motivada, posee por sí sola méritos suficientes para cautivar al lector. Pero el análisis nos muestra que su invención reposa sobre la base primera de una fantasía optativa de la época de la pubertad; fantasía que algunas personas recuerdan incluso como consciente.
El contenido de esta fantasía es que la madre misma inicie al adolescente en la vida sexual para librarle de los temidos perjuicios del onanismo.
El «vicio» de la masturbación aparece sustituido por la pasión del juego, así lo delata claramente la acentuación de la apasionada actividad de las manos. La pasión del juego es realmente un equivalente de la pretérita obsesión onanista.
Lo irresistible de la tentación, los juramentos y promesas, jamás cumplidos, y el remordimiento de este estarse matando (suicidio) aparecen inmutablemente conservados en la sustitución. La narración de Zweig es relatada ciertamente por la madre y no por el hijo.
Al hijo tiene que halagarle el pensamiento de que si la madre supiera a qué peligros le expone el onanismo, le salvaría de él, iniciándole en la vida sexual. La equiparación inicial de la madre con una aventurera, en el ánimo del protagonista de la novela de Zweig, pertenece al contexto de la misma fantasía.
Esta hace fácilmente alcanzable lo inasequible. Los escrúpulos de conciencia que acompañan a esta fantasía se reflejan en el fatal desenlace de la novela.
Es también interesante observar cómo la fachada que el poeta da a su novela intenta encubrir su sentido analítico. Pues es muy discutible que la vida erótica de la mujer sea regida por impulsos repentinos y enigmáticos.
El análisis descubre más bien una motivación suficiente de la singular conducta de la protagonista, apartada hasta entonces del amor. Fiel a la memoria de su marido, se ha acorazado contra toda exigencia erótica, pero -y en ella acierta la fantasía del hijo- no escapó, como madre, a una transferencia erótica inconsciente sobre la persona del hijo, y en este punto, no vigilado, puede apoderarse de ella el destino.
Si la pasión del juego, con sus vanos intentos de deshabituación y las ocasiones que ofrece para el autocastigo, es una reproducción de la obsesión masturbadora, no puede ya extrañarnos que conquistara un lugar tan importante en la vida de Dostoyevski.
No conocemos ningún caso de neurosis grave en el que la satisfacción autoerótica de la temprana infancia y la pubertad no haya desempeñado su papel, y las relaciones entre los esfuerzos que el sujeto realiza para reprimirla y el miedo al padre son lo bastante conocidas para poder limitarnos a su simple mención.