Relatos ausentes

Convencida de que la violencia del golpe de Estado persiste de manera fantasmagórica en la cultura de izquierda de la que formo parte, y motivada por conocer las respuestas a esta violencia y las características de este duelo, durante los tres años previos al estallido social, me dediqué a recoger relatos biográficos de otras personas, como yo, hijas de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos.

Fueron conversaciones sin pauta ni apuro, conducidas por la curiosidad hacia lugares improbables. Luego de transcritas las grabaciones, edité los textos como monólogos en un libro al que he llamado Relatos supervivientes. Así, diálogos que duraron horas se transformaron en monólogos de cinco páginas, en los que mi voz está ausente, pero implícita, tanto en la interlocución omitida como en la selección de los materiales.

Sabemos que el pasado está inconcluso, que sigue recreándose en el presente, y que, sin historia, lo nuevo resulta abrumador, ininteligible. La incomprensión, la sensación de completa novedad que provocó el estallido en algunos (en palabras de la primera dama, de que el país había sido invadido por aliens) sólo puede entenderse considerando el afán persistente de sectores dominantes de nuestra sociedad por enterrar el pasado y mirar solo hacia adelante[1].

Para mí (que venía de tener estas conversaciones, de escucharlas, transcribirlas, pasar horas observándolas, organizando las piezas como si se tratara de un puzle), y para muchos como yo (que habíamos prestado atención a los movimientos estudiantiles y feministas de los últimos quince años), la subjetividades que se expresaban en la calle no eran algo nuevo. Sí, la publicidad; sí, la envergadura; pero no, los discursos; no, la frustración, la creatividad, la rabia o el deseo.

En estos Relatos supervivientes (son treintaicinco), más que a los sucesos trágicos, presté atención a las consecuencias de estos y a los trayectos de la memoria durante el último medio siglo. Me interesaron más las exageraciones, las imprecisiones y las incertidumbres, que unos hechos que pertenecen a las cortes y a los informes oficiales. La verdad que buscaba era más la de las formas del recuerdo que la de aquello que era recordado. Es decir, una verdad que sólo puede perseguirse, pero no alcanzarse ni escribirse en una piedra, porque está en permanente mutación, cada nuevo suceso la actualiza, y vive dispersa en una multiplicidad de subjetividades.

El grupo al que entrevisté es heterogéneo. A todos les cayó una bomba encima, pero los efectos, más o menos devastadores, dependieron de los territorios bombardeados. La clase, el género, la geografía, el exilio, las distintas articulaciones familiares, la pertenencia a comunidades culturales y políticas, produjeron, ante un mismo golpe, respuestas singulares y, en la edición del libro, busqué dar cuenta de esta diversidad.

Hoy, en cambio, quiero destacar algunos hilos que atraviesan, no todos los relatos, pero sí la mayoría, y, al mismo tiempo, están en el corazón del estallido. Por ejemplo: La decepción frente al proceso de transición y la democracia de los consensos. Muchas veces, el deseo nostálgico de retomar el proyecto socialista ahí mismo donde fue interrumpido. La demanda de justicia retributiva y de verdad a secas, sin apellidos ni matices. El desprecio hacia empresarios y técnicos. La previsible aversión hacia las fuerzas del orden. El miedo a que la historia se vuelva a repetir y a que, esta vez, como en una pesadilla, sean nuestros hijos las víctimas de militares y carabineros. Y el reparo de que en las historias que se han contado sobre Chile hay relatos ausentes.

Propongo, enseguida, unas ideas para explicar esta ausencia. La primera y más evidente, es que el golpe enmudeció a los sobrevivientes. Hablar era peligroso, los adultos no sabían qué decir, no tenían cómo explicar el horror a los niños, y los niños no se atrevían a preguntar por temor a romper un equilibrio siempre frágil. ¿Cómo podían formularse relatos con sentido a partir de unas experiencias que parecían romperlos todos?

Algunos lo hicieron a partir del diálogo dentro de comunidades de resistencia, cuidado mutuo y resguardo de la memoria. Estas subjetividades en red, vincularon a compañeros, familiares y amigos en una memoria compartida que creció en la organización clandestina, en las grietas, en las en las sombras, durante diecisiete años oscuros. Las historias que se levantaron, generalmente heroicas, estaban inconclusas. Incluían un tiempo mítico de antes del desastre, con aventuras colectivas, organización política y amores. Había muerte, pero las derrotas no eran definitivas, existía aún la posibilidad de un futuro de verdad, justicia y socialismo.

Tras el retorno de la democracia, en nombre de la reconciliación, esos relatos de vida se clausuraron, y, recogidos en los informes Rettig y Valech, se transformaron en relatos de muerte, perdieron su vitalidad. Sin sabiduría ni valor, sin fuerza ni propósito, sin política o deseos de futuro, sólo heridas, muerte y tortura. Relatos protagonizados por “víctimas”, una figura funcional a la justicia, pero relacionada en la imaginación popular con un lugar de debilidad e indefensión permanentes, destinos trágicos e identidades melancólicas, sin agencia personal o colectiva.

La impresión de los protagonistas es que sus biografías se dejaron de escribir estando ellos aún vivos. Grabadas en una piedra monumental, guardadas en un museo y bajo llave, se trataba de historias con un final anticipado de fracaso. De este modo, la mayoría de los hijos, y con ellos una izquierda subterránea, quedaron atrapados en la melancolía, vueltos en contra de sí mismos.

Según Freud, duelo y melancolía comparten el dolor, la incapacidad de dirigir su deseo hacia un nuevo objeto y el desinterés por cualquier proyecto que no se relacione con la memoria de lo que se ha perdido. Pero si en el duelo el mundo se hace pobre, en la melancolía eso le ocurre al yo, y los reproches, en vez de dirigirse en contra del mundo o del objeto amado, se dirigen en contra de sí mismo, describiéndose como indigno y falto de deseo.  

Así mismo, de manera reiterada, en los monólogos contenidos en Relatos supervivientes se acusa la dificultad de criticar a los padres, porque, cito, “nosotros no hemos hecho nada, no hemos siquiera intentado hacer lo que estos héroes, idealistas, intentaron”.

Como si la muerte de los padres hubiera desarticulado toda pulsión de rebeldía edípica, y, en una última y penosa secuela del golpe, hubiésemos acabado convertidos en una generación zombie, desactualizada, nostálgica, sin imaginación política, con ideas conservadas en formol. Hasta que de pronto algo estalla y el escenario se transforma. El yo se vuelve otra vez libre, seductor, desinhibido.

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Mi impresión es que la autoafirmación del estallido es una forma de escapar de la melancolía. Surge justamente allí adonde estaba puesta la ilusión de los hijos: en la generación de los nietos[2], de los estudiantes, que, libres de la pesada carga de la historia, revitalizan los relatos familiares predilectos y, en el carnaval callejero, invierten los valores dominantes, y reclaman como virtud aquello que se consideraba defecto. Así (en este nuevo universo valórico y discursivo) la furia, el resentimiento, el dolor, la desadaptación y hasta la enfermedad, en vez de debilitar, excitan, dan sentido, movilizan la acción.

Se expresan, al mismo tiempo, unas nociones de felicidad típicamente de izquierda, vinculadas a ideales de justicia social, igualdad y revolución, nociones incrustada en relatos ausentes desde acabada la dictadura militar. Por eso son treinta años los denostados, y no cincuenta.

En estas nociones de felicidad que resuenan con las leyendas de los Relatos supervivientes, se levantan los requisito de la dignidad, por un lado, y por otro, de ser vistos, escuchados. Es decir, el requisito de reconocimiento de identidades desplazadas y visibilización de relatos ausentes. Cito: “Mi vida importa”. Cito: “Quiero que esto se sepa”. Cito: “Todos tienen que saber”. Y se goza de las pequeñas venganzas, de los triunfos judiciales, de la rebeldía ante las autoridades y, sobre todo, de un sentimiento compartido de superioridad moral. 

Una noción de felicidad con tradición, anclada en saberes y valores familiares, pero a la vez actualizada. Porque, como hemos dicho, el pasado no se agota, cada mirada atrás cuenta una historia nueva, en cada revisión hay vueltas de tuerca, conexiones novedosas y desechos; otras lógicas anudan los acontecimientos y otras emociones los hacen encajar. El horizonte utópico, antes ordenado por los partidos, se construye ahora a sus espaldas; gracias al feminismo, la noción de justicia social se amplía; aparecen nuevos sujetos políticos y nuevas formas de expresión. Entre otras innumerables diferencias.

Para terminar y en conclusión:  Las adhesiones sentimentales a discursos, épicas y estéticas de la izquierda histórica de los relatos ausentes, permean los discursos estallistas y atraen a nuevos sujetos con sus renovadas nociones de felicidad. Sin embargo, aunque “el pueblo despierte” y con espíritu fraterno y sororo exija “dignidad” o “una vida que valga la pena”, su capacidad de afectar de forma consistente y duradera las nociones de felicidad individualistas de la población (que parece ser bastante más amplia que el pueblo) está por verse.


[1] La última versión de este discurso puede observarse en la campaña televisiva del pre-candidato presidencial de la centro derecha Ignacio Briones, 2021.

[2] Otra pre-candidata a la presidencia, Pamela Jiles, “la abuela”, capitalizó políticamente esta idea de los nietos como sujetos del estallido social.

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