Salgan de mi casa, les dije yo

Empezó porque la mujer metía a un hombre a la casa. Mi nuera. Y yo le dije a mi hijo y mi hijo no me creyó. Y le dio la furia contra mía, casi que me iba a pegar, que me iba a sacar la chucha, me dijo. Imagínese, mi propio hijo. Aguantar cincuenta años al viejo para que este cabro de mierda me venga con la misma cuestión. Le di lapso una semana para que reaccionara, pero no reaccionó. Entonces, cuando volvió a tratarme mal, yo casi ni lo pensé. Me senté en el sillón y me dije: ¿Qué he hecho mal yo? ¿Por qué mi hijo me trata así, por qué me dice que me va a matar? Y partí a Carabineros.

Hace veinte años que vivían en mi casa de allegados, arriba, en la parte de atrás. Pero nunca me hablaban. No me dejaban ni mirar a los niños, los tenían encerrados atrás. Tenían cinco hijos y yo ni los conocía, conocía a tres nomás. La gente me preguntaba por mis nietos y yo no sabía qué decir. Están ahí en su casa. Y la gente empezó a murmurar, que esa señora tiene unos niños encerrados. Ella salía de lo más tranquila y los dejaba en un rincón.

Me estaba volviendo medio loca yo. Hasta que el de arriba me dio la fortaleza. La Ley les cayó encima fuerte cuando yo hice la denuncia. Y cuando la Ley les cayó encima, yo me fui dando cuenta de que no tenían derecho, porque la casa era mía. Y me acordé del viejo. Era tan celoso el viejo, me amenazaba con el tenedor, que me iba a matar. Me decían denúncialo, y yo no quería, me daba miedo. Por eso me demoré tanto, pero, cuando al final lo denuncié, me di cuenta de que eso era lo que había que hacer porque los pacos lo retaron y después no me pegó nunca más. Y al final gracias al viejo que tengo la casa, la hicimos juntos los dos con nuestras manos la hicimos. Algo bueno que me haya dejado ese viejo tal por cual.


La primera vez que fui a Carabineros a denunciar a mi hijo no pasó nada. Fui de nuevo. En ninguna parte dice aquí que usted haya hecho una denuncia, me dijeron. ¿La escribió? ¿Tiene una copia? ¡Y yo cómo la voy a escribir si yo no sé escribir! Les dije que quería que me pasaran al juzgado. ¿Cómo se llama su hijo?, me preguntaron. Juan Luis Santos Sepúlveda, les dije, pero de santo no tiene nada. Así que ahí me la hicieron y se demoró como veinte días. Mientras tanto el Juan Luis le andaba diciendo a la gente que estaba esperando que le llegara la denuncia para arreglar los problemas en la casa, que lo fueran a citar. Pero no fue así para nada.

Yo fui al juzgado de allá de Mapocho. Me acompañó un amigo, uno que es colipato, con él partimos para allá. Fui a preguntar y me dijeron pase su carnet. Pasé mi carnet y me mandaron a sentarme al fondo. Se demoraron como una hora. De repente: La señora Ana Sepúlveda. Por parlante me llamaron. Y voy yo, mi amigo detrás de mí, y me dice la jueza, Señora Ana, este papel es para usted, este otro para los carabineros. Su hijo tiene que salir inmediatamente de su casa. Usted va a los carabineros y los carabineros lo tienen que sacar altiro, con señora y con todo. Yo le dije, ¿ahora altiro? Sí, altiro, me dijo. Y yo le dije: Ya. Tenía que poner duro mi corazón porque él había sido tan insolente, casi me había pegado. Así que yo dije: No se lo puedo dejar pasar, si no después capaz que me mate.


Me acuerdo de que era día diecisiete de septiembre cuando fui a Carabineros. Iba a ser dieciocho y los pacos andaban en el carro grande buscando las cajas que iban a repartir. Señora Ana Sepúlveda, me dicen, pase a sentarse un rato, esperemos que llegue el carro y ahí vamos para su casa. Y yo no sé cómo estaría, cómo sería mi fortaleza.

Cuando llegó el carro, el carabinero me dice: Ya, señora Ana, vamos. Esta hoja la guarda usted, nosotros llevamos esta otra. Íbamos sentados arriba de este carro grande que se movía para todos lados. Me preguntaron si el Juan Luis era aniñado, así como choro, me dijeron. Puede que sea insolente, no sé, le dije yo. No sé como irá a reaccionar. Y me dijeron: Bueno, si se pone aniñado, lo llevamos preso altiro.

Iba una carabinera también. Ella era la que me explicaba: ¿Adónde vive, señora Ana? Allá atrás, le digo yo. Los llevo para atrás y golpeo la puerta. Ahí la carabinera me dice que me vaya para mi pieza mejor: Usted cierre la puerta y quédese adentro mirando.

Y ahí se las cantaron a los dos, que tenían que salir altiro, pero altiro-altiro, en ese mismo momento. Es que tengo a los niños enfermos, les dijo ella. Con la peste parece que los tenía. Y entonces que no se los podía llevar y qué sé yo. Pero los carabineros insistieron en que se tenían que ir altiro y los sacaron no más a los dos. Yo escuchaba que mi nuera les decía: Espérese un poquito, espérese. Y no, no, no, camine no más señora. Los dejaron afuera de la puerta y después fueron hablar conmigo: Señora Ana, los niños se van a quedar porque están con la peste, pero ellos se van. Ya, les dije yo, porque contra los niños yo no tengo nada. Les dije les iba a servir comida, que no se preocuparan, que me las iba a arreglar. Resultó que los cabros no querían nada conmigo, así que los tuve que dejar nomás, pero logré meterme adentro de la casa. Hace como quince años que no entraba, a mi casa, porque esa casa es mía. Viera cómo estaba la casa, entera destruida, todo cochino, asqueroso.

Después supe que el Juan Luis con la galla esta se fueron a la casa del Pablo, mi hijo menor. Esa misma noche llega el Pablo a la casa y me dice: ¿Mamá, qué hiciste? Lo justo y necesario, le digo yo. No soy ninguna vieja maraca como me dijo tu hermano. Vieja puta, me dijo. Yo no soy así, nunca le he dado mal ejemplo a ustedes, hasta aquí me he sostenido. Me amargaron la vida, esta mujer me amargó la vida. Aquí estoy sola, como tonta, le dije, pero no me importa, no me la van a ganar. El Pablo no sabía qué decirme, así que agarró a los chiquillos y se los llevó.

Les pegaron a todos la peste, a los tres hijos del Pablo. Y al Pablo y a la Paulina, que es la mujer del Pablo. A todos les pegaron la peste. Tuvieron que pasarse dos semanas encerrados. No me lo puedo ni imaginar, porque la Paulina es limpiecita, son gente bien. Y ahí encerrados con estos otros cochinos. Deben haber estado desesperados.

Cuando ya se les quitó la peste, llegó la Paulina a mi casa llorando. Yo le quiero pedir un favor bien grande a usted, me dice. Yo le dije: Sí, dime no más, si te lo puedo hacer te lo hago. Me dijo: Le quiero pedir que tenga al Juan Luis con los niños un mes, un mes no más, es que yo en mi casa ya no puedo. Y yo le dije: ¿Pero cómo los saco yo después? Me dijo: Yo me hago responsable, le firmo altiro un papel. Como yo no entiendo ninguna cuestión y estaba medio perdida con tanto problema, le dije que bueno ya. Y me firmó un papel, un papel que no valía nada. No sé ni qué decía ese papel.

Cuando llegó el mes, se fueron solitos el Juan Luis con las guaguas. En la casa se quedaron no más los dos mayores. Un día me encontré con el Luisito, el más grande, que tenía ya dieciocho años, y él me dice: Abuela, es lo mejor que podías haber hecho, lo mejor. Mi mamá se portó muy mal contigo. Y yo le dije: Mira, Luisito, te voy a decir una cosa, si tú te quieres quedar en mi casa yo no tengo problema, pero tus papás no, porque ellos me han tratado de vieja tal por cual, y que me dijeron que esta casa era de ellos, que el tata se las había dejado. Pero eso es mentira, le dije yo. Porque yo estoy viva, le dije, y voy a dejarte a ti que te quedes acá pero nadie más.

Y nunca más supe de la hermana, hasta que de repente me dice un vecino: ¿Cómo está, señora Anita? Bien, le dije yo, por fin se fueron, queda sólo el Luisito. ¿Adónde que se fueron?, me dice él, si están todos viviendo ahí, me dice, no se han ido para ninguna parte. Yo le dije: No se lo puedo creer. ¿Cómo puede ser que yo no vea nada? Y voy para atrás y golpeo la ventana. No sale nadie. Y me pongo a gritar: insolentes, atrevidos, tal por cuales, váyanse inmediatamente de mi casa. No tienen derecho a vivir en esta casa, es mi casa. Veinte años viviendo en mi casa. Malagredecidos. Se van, les dije yo. Silencio, no respondían nada.

Al final me encontré con mi hijo. Oye, le dije, contigo quiero hablar. Ay, me dijo, de qué quieres hablar. Como que se empezó a burlar de mí. Y yo: Te tienes que ir de mi casa. ¿Por qué me voy a ir?, dijo, si esta es mi casa, mi papá me la dejó a mí. Y yo le dije: Mentira, a mí los Carabineros me dijeron que esta casa es mía. Te vas a ir de mi casa, no quiero escuchar más esa lavadora que está sonando ahí, no han pagado la luz en un año, no han pagado el agua, le dije yo, ustedes se mandan a cambiar. No los quiero ver nunca más, no quiero saber nada de ustedes, ustedes han sido malagradecidos conmigo, yo he sido una buena mujer con ustedes, pero ustedes no. Se van. No te quiero ver. Si no se van ahora mismo, le dije yo, me voy a ir a buscar a los carabineros.

Le dije: Mira, ¿sabes por qué te tienes que ir de mi casa? En primer lugar, yo a ustedes nunca les he dado un mal ejemplo. Yo nunca he tenido hijos de otro hombre. En cambio vos, le dije yo, esa guagua que tienes ahora, le dije yo, esa guagua no es tuya, le dije. Te vas de mi casa. Y le empecé a decir eso, eso, eso. Ahí fue que desaparecieron. Al otro día pescaron todas sus cosas, trajeron un camión largo y se fueron y no volvieron nunca más. Hasta el día de hoy, gracias a dios.

Al principio todos creían que yo estaba loca. Pero después de que quedó la embarrada reaccionaron. Me dijeron: Si hubiera sido mentira lo que le estabas diciendo, ¿por qué no te demandó esta mujer? Si era tremenda acusación. Porque es verdad, les dije yo. Yo me di cuenta de todas las cochinadas que hacía ella atrás. El Juan Luis se iba a trabajar curado y llegaba curado, cuando estaba en la casa se la pasaba acostado, y ella en la noche salía.

Después él me creyó y quedó la tremenda embarrada. Terminó preso el Juan Luis, porque casi la mata a ella. Por milagro que no la mató. Los mismos vecinos llamaron a Carabineros. Se lo llevaron altiro, si ahora es así. Y a ella al hospital, si le quebró los huesos. Parece que a patadas le quebró la nariz. Y un brazo parece que le quebró.

Yo sé que yo lo perdí al Juan Luis, yo tengo bien claras las cosas. Pero yo estaba defendiendo mis derechos, porque ellos me arruinaron la vida. Yo no tenía por qué aguantarle tanta cuestión a esa mujer. Entonces me aburrí. Me aburrí porque lloraba todos los días, llegaba triste a trabajar porque esa mujer no me hablaba, ni le daba comida al perro, y yo nunca le había hecho nada. Se creía tan perfecta ella que le molestaba todo. Y se quería adueñar de la casa.

Entonces el Pablo fue un día a verme y me dice, mamá, te voy a decir algo. Y yo le dije sí, dime no más. Tienes que pasarle las llaves del auto a esta galla. Porque el auto está a nombre del Juan Luis y ella se quedó con los cinco cabros chicos y no tiene nada. Yo se las pensaba pasar, por los niños sobre todo, pero de repente, dije yo, por qué le voy a pasar las llaves del auto si lo compramos con el viejo los dos, por qué le voy a dar las llaves a esta malagradecida tal por cual. Y no se las di. Ahí está el auto. Y ese auto no lo ha usado nadie hace años, está puro ocupando espacio, y tengo que andar pagando siempre para que me lo limpien. Y la gente dice esa vieja que tiene auto, y los viejos andan todos detrás de mí. La vieja tiene auto, tiene casa y le falta el hombre. Aquí estoy yo, dicen los viejos. Pero, ¿para qué voy a querer otro hombre yo?

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *