Sueños

Soñé que me tomaban en brazos. Al despertar me encontraba en el suelo.

Soñé que había tenido hijos. Cuando desperté miraba la ciudad de Santiago desde arriba, desde un paseo a la cordillera que hice a los 15 años.

Soñé con bombas, con que de forma muy lenta se me extinguía la carne. Al despertar tomé, religiosamente, los antibióticos indicados por el médico.

Soñé con un hombre que eyaculaba mierda. Me vestí ese día con ropas severas.

Soñé que hacíamos el amor: era muy dulce. Al día siguiente no pude recordar con quién lo hacía.

Soñé que mi papá estaba vivo, que siempre había estado vivo, que conversábamos sentados en las pequeñas sillitas de la escuela Santa María de Iquique. Al despertar me volví supersticiosa.

Soñé que no había alimentado a mis hijos, que llevaba varios días sin darles de comer. Al despertar quise que me doblaran la cara de un golpe.

Soñé que lloraba y conté ese sueño riendo.

Soñé con monitores, con ventanas del mensajero que se abrían y eran gritos. Al despertar leí el cuerpo de reportajes de El Mercurio.

Soñé que perdía el control del auto. Elegí pomelos y pan integral esa mañana.

Soñé que, con mi jefa, arrastrábamos un gigantesco globo aerostático desinflado por los patios de la universidad. Ese día le conté y me dijo: “no quiero saber nada”.

Soñé que me sujetaban las manos con fuerza, inmovilizándolas. Al despertar no encontré motivo alguno para moverlas y sentí pena por aquello de la libertad.

Soñé que un policía me guiaba por las calles con un dedo insertado en el culo. Iba sacándose disfraz tras disfraz hasta llegar a un cuarto de hotel y quedar convertido en lo contrario de lo que había sido en un comienzo. Al despertar escribí el sueño, lo publiqué en un antro sadomasoquista y los comentarios fueron pobres.

Soñé que mi abuela volvía de la muerte y me abrazaba. Al despertar intenté seguir soñando y, cuando la vigilia acabó por imponerse, lloré de rabia.

Soñé que le pedía a una secretaria sentada frente a un computador inmenso que buscara mi nombre otra vez, que yo tenía que estar en la lista de amigos personales de Manuel Contreras. Al despertar sentí vergüenza.

Soñé que mi madre era una muñequita barbie y yo la cortaba en dos con un cuchillo. “Qué obviedades que sueño”, pensé al despertar, “no tengo filtros”.

Soñé que mi ex marido me abrazaba en la cama que fue nuestra: todo era calma, todo estaba bien. Al despertar busqué en la bandeja de entrada de mi correo electrónico alguna palabra dulce.

Soñé que perdía a Francisco entre la muchedumbre. Al despertar vomité huevos y whisky.

Soñé que me habían drogado, que era de noche, que caminaba por una autopista a la orilla de un mar embravecido, confundida, intentando volver a casa. Esa mañana me hundí en sentimientos autocompasivos.

Soñé que caminaba por la orilla del mar. Que había un sol radiante. Que subía a una terraza sobre un acantilado. Que la terraza, enorme, estaba peligrosamente inclinada y yo, desnuda, gozaba, y al mismo tiempo temía caer. Al despertar sentí la urgencia de salir de la ciudad, de oler el mar.

Soñé que paría a un niño muerto. Y recordé una sentencia de Cioran: “Lástima que no podemos respirar como si todos los acontecimientos se hubieran detenido”.

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