Estela en París

Está acostumbrada a la adolescencia de su hija llevaba siglos sin mutar. Hace dos días llegaron a París, ahora contemplaban el frontis del museo Pompidou.

Candelaria se pierde. Estela mira con una curiosidad dirigida y a la vez limitada por sus conocimientos acerca de arte, alguna vez hizo clases de historia del arte a niños de 18 años. Qué hago aquí, se pregunta. Sus pobres pies soportan apenas sus 15 kilos de sobrepeso. Su cuerpo soporta apenas una mente reticente al asombro, menos aún por el arte contemporáneo, donde al intento de impresionar se llega ya advertido. La post vanguardia la ha endurecido. Nada de lo que ve le provoca lo que alguna gente llama “experiencia estética”, nada que se le parezca a una emoción. Constata procesos, épocas encarnadas en visiones, ilusiones destruidas por otras, destruidas por otras, y así ad infinitum, para que señoras como ella, bien entrado el siglo XXI, sin mayores ilusiones, las puedan contemplar desde una escalera eléctrica en París. Pero para Candelaria todo es nuevo. Su cabecita virgen no se ha enfrentado a este tedio aún. Por eso, piensa Estela, es que está sentada llorando frente a una pintura de Fernand Leger. Mira a su hija con envidia: sabe lo bien que se ha de sentir, conmovida por su propia conmoción, actuando su papel sentimental. Va donde ella, representando a su vez el consuelo materno, le pone una mano cariñosa sobre el hombro y le pregunta: “¿Te gusta?” “No lo sé”, responde la niña dejando caer dos chorros desde sus lacrimales, “no sé por qué me hace llorar”. Ahora Estela asume un papel de profesora, y le cuenta, como si fuera verdad, que en la pintura de Leger se expresan esperanzas sobre la civilización industrial. “La promesa fue seríamos fuertes y hermosos como aquella mujer”. Y Candelaria se abraza a su madre, a quien la distancia se le acorta, la distancia le falla y llora, tan sentimental como su hija, cada cual por su razón incognoscible. Creen que se entienden y es probable que así sea, siempre y cuando ese entenderse nada tenga que ver con la razón. La mamá de Estela siempre quiso que su hija fuera más bonita de lo que era. Le compraba ropa, le peinaba las cejas con saliva, le rogaba que dejara de comer. A ella con Candelaria le sucedía lo contrario: quisiera que no despertara esas miradas de deseo, tanta pasión. Probablemente no es más que envidia. Estela quisiera tener 20 años menos y esa piel. Si el día de mañana despertara con el cuerpo de su hija se buscaría un amante árabe que la llevara a viajar, se convertiría en puta cara. Candelaria va a comprar una baguette y vuelve con un millón de ojos pegados al vestido. Imagina, a pesar de sí misma, como esa tarde su hija se parará frente a la cama de Vincent y en un francés horrible le pedirá que le haga el amor. A esa edad los niños hacen amor, más tarde los adultos tienen sexo y, luego, ya nada, los viejos se contentan con que alguien los tome del brazo al caminar. No siempre, alguna vez. Pero, ¿cuándo se divierten más? Candelaria usa una solera blanca con lunares rojos y zapatos de charol. Si pesara 20 kilos menos podría caber allí, piensa Estela. Pero no se le escapa que aún con 20 kilos menos su escote lo haría imprudente, una violación de la civilidad. Arrugas al descubierto, sólo en Brasil. Privilegio de la falta de educación formal. Estela, en cambio, se cubre, como hacen las señoras de bien. Si viviera en el mundo árabe se taparía también la cara. Se tapa con trapos beige y, en invierno, cachemira. Si no tiene plata suficiente, con poliéster está bien, lo importante es cubrir la deshonra del paso del tiempo.

Estela salió a pasear una mañana de invierno, soleada, por Montmatre. Había pasado una noche horrible, insomne, nostálgica, llena de malos presagios, y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Se sentó en un banco a escribir una carta en papel. Se le acercó un hombre de mediana a edad a decirle que en su forma de tomar el lápiz reconocía la actitud de una artista. “Farsante”, pensó Estela, y quiso responderle: “¿Quieres culear?” Pero no lo hizo. En cambio, entró en su juego. Le dijo que sí, que era una artista, escritora en realidad. El se sentó a su lado y conversaron acerca de qué la llevó a París. Ella no mencionó bombas ni policías. Mintió. Contó lo que hubiese querido que fuese cierto. Dijo que la habían llevado Foucault y Deleuze, Godard y Barthes, Perec, Duras, Gainsbourg y Vian. “Ya nada de eso existe”, dijo él: “La cultura está muerta”. “Puta que les gustan las sentencias ostentosas a estos franchutes culiados”, pensó Estela, pero asintió como si estuviese de acuerdo y selló así un pacto de entendimiento enteramente basado en mentiras. Por eso, a veces prefería no hablar. Quería un hombre que le abriera las piernas y el sexo con deseo infernal. Que quisiera mostrarle París, su París. Que la aprovechara con la mitad del placer con que ella aprovechaba su café matinal. Le pareció, de pronto, que en Francia hasta las palomas tenían más sexo que ella. A su regreso a casa, Estela camina por Pigalle viendo, primero de lejos, los carteles que iluminan los sex shops. Después de un rato se atreve a cruzar la calle para observar desde cerca las vitrinas. La impresiona que haya tantos productos eróticos destinados a las mujeres. ¿De veras entran allí? Se imagina hundiéndose una de esas gomas en el culo. Quisiera atreverse a entrar y pagar por ver a una mujer bailar. ¿Habrá alguna de su edad? ¿Con sus redondeces, imperfecciones? Sabe que el mercado de la perversión es infinito. Aquí la paraliza la timidez, pero desde su diván en Internet lo ha visto todo. O eso cree. Abuelas octagenarias siendo orinadas en la cara por efebos africanos. Japonesitas de genitales pixelados penetradas por cefalópodos. Muchas cosas, al menos. Por eso cree que, si fuera puta, encontraría un nicho para su cuerpo, aunque tal vez tendría que ponerle un plus. “Vanessa punchingball”, por ejemplo, para que ejecutivos rabiosos descargaran sobre su espalda el semen y la violencia acumulada durante la jornada laboral. Le pareció buena idea. Demasiado buena idea. Acostumbrada a desconfiar de las ideas tan pero tan buenas, pronto Estela comienza a temer. Un paso atrás, dos, y finalmente la idea es abandonada. Porque si le pegan demasiado fuerte en la cabeza podrían matarla. Todas las mañanas, después de despertar, se pone una túnica marroquí sobre el pijama y sale a caminar. Mientras la mayor parte de la gente prefiere avanzar, Estela opta por dar vueltas en círculos. Da 30 vueltas a la manzana. Ha descubierto que de este modo ve cosas que, de otro modo, se le escapan. En las primeras vueltas lleva la vista al frente y observa a la gente con la que se cruza. Le llama la atención que nunca son los mismos. No son vecinos, son personas de otros lados, afuerinos, que han ido allí a comprar probablemente. Estela vive en un barrio comercial. Llevan, como la mayor parte de la gente en París, algo en la mano. Bolsas con comida o con ropa, maletines, perros, alguien amado, un cigarrillo. Desde muy temprano empiezan a fumar. Algunos, eso sí, casi no utilizan sus manos en el acto de fumar, influenciados por James Dean, Micky Rourke, Serge Gainsbourg. En la cuna de la elegancia y de la moda que se supone es París, a Estela le gusta observar lo que en cualquier otro lado sería considerado un franco atentado al buen gusto. Ancianas con minifalda, zapatillas de gimnasia de taco alto, pelos sucios y desordenados mezclados con perlas y cachemira beige, niñas pequeñas con abrigos de piel y, por todos lados, esa delgadez extrema. En la segunda vuelta, Estela observa las vitrinas. Un día contó 137 modelos de botas negras diferentes en su manzana. vaqueras, punks, de cabaret, algunas forradas en piel, otras altas hasta el muslo, con botones, con perlas, agregados de terciopelo, apegadas a la piel, más o menos deportivas, más o menos elegantes, más o menos caras, para cada formato, para cada muñeca, para cada pequeña distinción de identidad.


Era la primera cita de Estela en París. Como era de esperar, estaba radiante. La noche anterior se había despertado varias veces, como era su costumbre. Tenía demasiadas cosas fascinantes en las que pensar: un hombre, un hombre francés que, como el zorrillo, le babearía las manos con sus besos, las manos y los brazos hasta el hombro, mientras pronunciaba en su oído melosas palabras de amor. Pensó en ponerse su vestido largo de terciopelo verde, es el único que según su criterio la hace ver verdaderamente elegante y sensual. No vieja, elegante. No desesperada, sensual. El único problema del vestido aquel es ser un poco demasiado elegante y Estela no tiene nunca ocasiones para ponérselo. Mejor, piensa, mañana googleará el restorán en el que la ha citado. Si no podría ponerse un vestido negro, algo casual, nunca falla. Así pasó la noche. Cambiándose de ropa mentalmente, imaginando posibles escenarios. Lo que podía fallar. Y luego pasó el día haciendo casi la misma cosa, intercalada con el trabajo malpagado que había conseguido. Se distraía. Daba a los clientes más, o bien menos, papel toilette a los clientes del correspondiente. Olvidaba decir “bonne jorneé”. Pero nada podía importarle menos que perder ese trabajo de mierda. Conseguiría otro. O quizás Pierre (así se llamaba el hombre que la había contactado a través de www.celibatairesexigentes.com) era rico, quizás podría mantenerla sin que tuviese que trabajar fuera de la casa. Podría dedicarse a elegir telas para las cortinas, a disponer el menú semanal. Volvería a Chile triunfante, con este guapo callabocas tomándola de la cintura. Tuvo que dejar algunos ideales feministas de lado, es cierto, pero al menos consiguió marido. Envejece a la velocidad del rayo, pero tiene sexo en hoteles boutique de Europa del Este. Su hija se cortó el pelo al rape, es cierto, pero qué puede importarle eso ahora a Estela. Ahora que tiene un hombre –fuerte- que le dice qué hacer con su hija, cómo proceder para no perderla del todo. Su hombre: Pierre. Podría ser un idiota, pero qué más idiota que ella misma, Susanita fracasada de mediana edad. Inmigrante del tercer mundo, bipolar, gorda y subempleada. Si el tipo tiene feos dientes o un pene chiquitito, francamente no le importa. Si huele a sudor o se hace cargo de su madre, si es gordito, calvo o demasiado bajo, si se va de putas o pierde plata en el casino, lo habrá de perdonar. En su fantasía, lo transformará en un conde y le dirá a todos en Chile que lo es. Olvidará las estúpidas aprensiones que tuvo alguna vez y aprenderá a adorarlo. Lo hará sentir su ayatola, su cabrón, su dueño. Porque, como la mayoría de las mujeres de su generación, Estela aprendió de su abuela cómo hacer sentir bien a un hombre. Vio cómo su madre fracasaba en el intento porque se sentía ridícula intentándolo, porque quería un “compañero”, no un pequeño niño al que manipular, porque creía, finalmente, que la felicidad de él no era su problema. Y por todo este malentendido –tan ideológico, tan sixties—vio sufrir a los amantes de su madre, vio sufrir a su madre cuando sus amantes la dejaban por una mujer de la generación de Estela, más capacitada para la farsa doméstica. Cómo viajaba la cabecita de Estela. El aburrimiento no volvería jamás, la sensación de vacío. Bastaba la promesa de una cita y el mundo volvía a ser perfecto. La posibilidad de un cambio radical. De que al largo hastío de los días lo barriera una sensualidad permanente. En un momento de su vida Estela hubo de asumir que el sexo para ella era un problema siempre, excepto cuando lo imaginaba la noche anterior, noche en que además olvidaba esta certeza. Para ser justos, dejaba de ser un problema hasta el momento mismo de ponerse manos a la obra. Ahora, por ejemplo, estaba obsesionada con una imagen en la que Pierre estaba tendido boca arriba y ella encima, a horcajadas, frotaba rítmicamente su sexo contra la boca de él. Perdería todo pudor y toda compostura. Sudaría, gemiría como una bestia, y él quedaría prendado de su poder y su energía sexuales. Pero nunca era así. La mayor parte de las veces pasaba una de las siguientes cosas: 1) el tipo no tenía pasión sexual alguna, apenas lograba una erección y sólo quería una mamada; 2) el tipo tenía una energía sexual desbordante dado su carácter maníaco o su uso de viagra y una vez se arrojaba sobre su cuerpo no se quería volver a bajar, y Estela después de 10 minutos y un orgasmo empezaba a pensar en otra cosa, después de 20 minutos sentía odio hacia el sujeto y lástima hacia sí misma y a la media hora se veía a sí misma como si estuviera siendo torturada por la DINA: dolor en la boca del útero, calambres en las piernas, ganas de orinar y agotamiento nervioso. Pero resistía estoica como buena hija de su generación y si el hombre le interesaba lo suficiente fingía incluso un segundo y un tercer orgasmo. Y al final, agradecida infinitamente porque la sesión hubiese terminado, les decía: “Eres una verdadera máquina, mira cómo me hiciste sudar” y ellos sonreían hinchados de autosatisfacción. Rara vez ocurría que el tipo en cuestión resultara acomodarse a su cabecita fantasiosa y su cuerpo flojo y lascivo. Uno que quisiera hablar mucho de sexo y practicarlo poco. Que gustara de besarse, arrumarse, abrazarse y dejarse en paz. Inventar algún juego perverso, planificarlo meticulosamente y llevarlo a cabo. Así que sí, Estela también pensó en todo lo que podría resultar mal. Pero la realidad suele tomar a los fantasiosos por sorpresa. Pierre dijo: “He tenido una semana agotadora, así que le ruego que cenemos rápido”. Ella tuvo que pararse al baño, descompuesta, y con rabia se sacó el diafragma, se tomó un remedio preventivo para la migraña y otro, para matar el hambre. Porque, por seguro, con estas emociones llegaría a casa a devorar la tarta de chocolate que Candelaria, maligna, había dejado refrigerando en el balcón. Al volver a la mesa, Estela estaba decidida a aprovechar la ocasión para emborracharse. Pidió, de entrada, una botella de champaña, ante la mirada estupefacta de su Pierre. Lo dejó hablar durante las dos primeras copas. El tipo se quejó de que su trabajo era una mierda, mal pagado, de que su jefe era un hijo de puta lleno de ambición, de que sus compañeros eran todos más jóvenes que él, cobraban menos, extranjeros y le ponían sobrenombres burlándose de su incapacidad para manejar las nuevas tecnologías, pero ahora, al menos, había podido conseguir una cita. Era la primera vez que le resultaba algo así en uno de esos sitios para solteros. Quizás porque ella era soltera, especuló. Las francesas se creen unas princesas, jamás asumirían abiertamente su “desesperación sexual”. Usó esas palabras. Por eso a él siempre le habían gustado las extranjeras. Las negras especialmente, sobre todo las de culos gordos. Le gustaba hundir su cara entre esas nalgas gigantes y lamer. “El problema es si intentas penetrarlas, porque, usted comprenderá Estela, que habría que ser muy bien dotado para alcanzar el pequeño agujerito desde arriba desde las nalgotas aquellas. Y creo que este es un buen momento para confesarle, mon cherie, que tengo un defecto físico. Mi mamá no me llevó a los controles pediátricos siendo niño y mi pene no se desarrolló con normalidad. Es un poco más pequeño que uno normal, no tanto, 11 centímetros en erección, y no se le puede mover el escroto hacia atrás. Es por eso que esas negrotas, a pesar de ser súper sexys, no siempre son las más agradecidas conmigo. En realidad para mí, la amante ideal, físicamente hablando, claro, debería tener once o doce años. Lástima que sea ilegal.” Y lanzó una carcajada, la primera de la noche. Estela iba en su cuarta copa de champaña y respondió atorándose. De súbito su presencia allí, overdressed, con el pedófilo en potencia, le pareció genial. Lo miró con simpatía por primera vez. Bajito, gordito, calvo, con un pene diminuto según su confesión y, sin embargo, había algo encantador en su mirada. Sus ojos parecían los de un animalito, una ardilla por ejemplo. Ahora, con la risa, lo pudo notar. “¿No quieres una copa?”, le ofreció. “No tomo”, respondió, perdiendo el breve encanto que se había depositado sobre su cabeza calva. “Lo único que faltaba, no toma”, pensó Estela, “éste sí que será un polvo de antología” y así descubrió su disposición a investigar los potenciales encantos del hombre infradotado. “Si mi abuela me viera aquí se moriría otra vez”, pensó. “Otra botella, camarero”. “¿Tienes con qué pagarla”, preguntó Pierre. “Eeeh, en realidad esperaba que la cuenta la pagaras tú”. “Pff, veo que aún hay mucho que usted debe aprender sobre este continente, mujercita. Aquí las damas pagan su consumo al igual que los varones. Especialmente las damas con gustos caros y acompñantes pobres, como usted.” “Ay, Dios, es que no soy exactamente una dama.” “¿Eres puta? No lo creo, las putas no se meten con hombres como yo, no se arriesgan a que no les paguen.” Estela deseo haber sido puta, pero no, no era puta y ahora tendría que gastarse lo que no tenía en pagar una botella de champaña elegida con rabia. Entristeció y dijo que le dolía la cabeza, lo que gracias a la pastilla preventiva no era cierto, y Pierre comprendió que esa noche no tendría suerte en el amor. Le pidió la cuenta al garzón con cara de asesino en serie y pagó su parte de la cuenta.Pierre había dejado de hablar y en la mesa reinaba el silencio. Podían escucharse las conversaciones de los otros comensales. El restorán era un típico bistrot francés. Habían comido choritos con papas fritas, la especialidad. Una pareja de jóvenes planificaba animadamente una fiesta de cumpleaños, una negra con aspecto de modelo bebía cerveza como un cosaco con su amante rubia. Pierre venía aquí, comprendió Estela, porque era un lugar de lesbianas, cosa que enganchaba con su imaginario sexual alimentado por años de consumo de pornografía. Al salir de ahí, en vez de sujetarle la puerta a Estela, Pierre se la dejó caer en la cara, lo que estúpidamente la tomó por sorpresa provocándole una hemorragia nasal. Luego partió caminando tan rápido que que ella no supo si seguirlo o darse media vuelta y buscarse sola un taxi. El tiempo había pasado volando escuchando las tristes aventuras del calvo y el transporte público había dejado de funcionar. Recordó que no tenía plata, no lo suficiente para el taxi, y decidió caminar. En dirección contraria a la de Pierre. A las 25 cuadras su nariz dejó de sangrar. A las 35, la comenzó a seguir un hombre oscuro. “Me va a violar”, pensó Estela, “qué más da, sería un final perfecto para Cinderella.”Al día siguiente Estela amaneció con acidez estomacal y migraña, a pesar de la pastilla preventiva. Desayunó tarta de chocolate refrigerada en potencial estado de descomposición y no pensó en nada. O más bien pensó, pero lentamente, que es casi como no pensar. Se halló absorta en instantáneas de su trabajo, se la noche anterior, del lavaplatos, de su cara en el espejo, y no hizo nada. Se dio vueltas en la cama, miró el techo. Deseó, por una vez, que Candelaria se quedara el fin de semana entero en el departamento de sus suegros, para así poder “pensar”. Reponerse, en realidad, de la cita. “Esto de que haya que reponerse de las citas”, calculó, “las hace poco rentables”. Y eso sin detenerse a calcular los aspectos catastróficos sobre su cuenta corriente. Ahora no tenía cómo comprar comida, pasaría hambre. Mentira. Comenzaría a comer potajes de avena, como hacen los pobres en Chile, los más inteligentes de los pobres de Chile. Nada de tartas de chocolate ni menos de detenerse en un café. París entero es una tentación en este sentido, y Estela era el eco perfecto para esa tentación. Cuando se sintió suficientemente fuerte estiró el brazo hacia debajo de la cama, agarró su laptop y, tras inciarlo, se conectó al wifi de su vecina. Una vez en Google Chrome entró a la carpeta “Erotismo” de los marcadores, dentro de ésta a la carpeta “Chat” y dentro de ésta a la página “Mayores de 40” del servidor de Terra Chile. Se conectó a la sala de chat con el nickname “Mujer_suicida” y tipeó “Rehola”, lo que significaba que ésta no era la primera vez que saludaba, ya había entrado a la sala más temprano. Les contó a “Caballero_complaciente”, “Butmann”, “Frutillita44”, “LadrónDeOrgasmos”, “LaPeOrDeToDas” y “Busco_Mami” que su vida era un desastre, que estaba sumida en la melancolía y que lo único que le impedía arrojarse desde el séptimo piso era una hija que aún dependía de ella. Obviamente le preguntaron por qué se sentía así. Aunque también “Picoparao” le dijo “mátate, vieja latera” y Frutillita le recomendó tomar prozac. Dijo que se sentía sola viviendo en París. Bueno, con su hija que vivía metiéndose en problemas, que estaba pobre y que la noche anterior había tenido la peor cita imaginable. “En París la loca y todavía se queja, y nosotros aquí en santiasco”, apuró “LadronDeOrgasmos”. Y en eso ella tuvo que excusarse de la conversación porque sonó su teléfono. “Vuelvo, mi hija”, tecleó, y plegó la pantalla. Resultó que no era Candelaria, sino Pierre. Desconcierto total. Y ahora qué diablos quería. Por extraño que a Estela pudiera parecerle, ¡quería una disculpa! ¿Por qué se había ido ella, de esa forma, sin despedirse? ¿Acaso él la había ofendido? ¿Es que en Chile teníamos esas costumbres pocos civilizadas? Estela no supo qué decir. Lo franco hubiera sido arrojarle que era un enano poco seductor y que qué mierda se creía, pero los años le habían enseñado a no ser impulsivamente franca, nunca, o al menos a intentar contenerse el mayor número de veces posible. De modo que dijo: “Reconoce, la cita no fue nada bien.” A lo que Pierre respondió con una carcajada sardónica y fingida. “Así que cuando según su punto de vista las citas no van bien se da la media vuelta y se larga. ¡Qué bonito!” Estela se sintió retratada injustamente e insistió: “¿Usted estará de acuerdo en que no nos fue también?” A lo que él, sorpresivamente, contestó: “No, fíjese, yo diría que a mí al menos me fue bastante bien. Conocí a una mujer con unas curvas espectaculares. Si el problema vino después, cuando usted groseramente se marchó sin despedirse.” “¿Ve? Usted no me conoce.” “Pero cómo quiere que la conozca si nos encontramos recién por primera vez anoche. Además la conozco lo suficiente”. “Ah, no, eso es el colmo”, pensó Estela, “el tipo se dedica a hablar de sí mismo toda la noche y luego me dice que me conoce lo sufiente”. “Odia su trabajo, igual que yo; está sola, igual que yo; el dinero no le alcanza para lujos, igual que a mí; y es un putón, igual que yo. ¿Se da cuenta?” Estela quiso saber porqué la llamaba puta y él le contestó con una pregunta: “¿Acaso ella no se había imaginado en algún momento de la noche arrodillada frente a él con su pene en la boca?” No pudo negarse, o más bien no quiso, que eso resultara cierto acerca de sí misma le causó gracia. Arrodillada frente a un enano calvo con un choricillo crudo en la boca. “Le concedo eso, Señor: veo porno.” Para Pierre el asunto estaba más o menos concluido ahí, había logrado su disculpa. La imagen de ella arrodillada dándole una mamada era más de lo que había esperado de aquella conversación telefónica. “¿Cuándo nos juntamos?”, concluyó.

–¿Está usted seguro de querer repetir nuestra experiencia de anoche?

–Repetir la experiencia de anoche no, la quiero a mis pies, mamando.

Estela juzgó que aquel era el momento en el que una señora decente debía retirarse indignada, pero luego se recordó a sí misma que la conversación no había estado nunca del lado de la dignidad y el buen gusto. Nada en Pierre lo estaba.

–No se me haga la princesa, por favor, Estela, que eso es aburridísimo. Veámonos mañana. Le doy un día para recuperarse de esa resaca que debe tener.

–Esta semana no puedo, estoy con mi hija –mintió Estela—pero el fin de semana, el fin de semana podría ser… En su casa.

“En realidad el viejo es un macho alfa”, se quedó pensando tras colgar el teléfono. De pronto sintió la energía necesaria para bañarse y ordenar la cochinada en que estaba transformada su casa, si es que a ese sucucho de 4 x 5 se le hubiese podido llamar casa. La energía resultó suficiente no sólo para un orden superficial sino para hacer la limpieza profunda y deshacerse de dos bolsas de ropa, papeles y basura. “Vida nueva”, pensó. Si esas eran sus circunstancias debía adpatarse, disfrutar. Parada en el balcón mirando París le pareció que su suerte, al fin y al cabo, no era tan desastrosa. En eso estaba cuando sintió la llave de Candelaria girando en la puerta. Estaba con Vincent, el novio, lo que significaba que estaría decepcionada de encontrarla allí y se quedaría poco rato. En efecto, sólo quería una ducha y cambiarse de ropa. Habían estado corriendo 45 minutos cronometrados, venían empapados en sudor. Querían ponerse en forma para tener más energía y no malgastar el tiempo. “¡Más energía!”, pensó Estela. Candelaria estaba evaluando postular a una escuela de circo, pero para ello a sus 21 años estaba vieja, el yoga que practicaba en casa no era suficiente. El examen, según sus palabras, era extraordinariamente complejo. “¿Extraordinariamente complejo?” Eso mismo le decía cuatro años atrás, a los 17, cuando leyó La Fenomenología del Espíritu. No, el circo no era lo que soñaba para su pequeña intelectual. La filosofía la había llevado a interesarse por las ideas anarquistas, pero nunca la había estudiado seriamente. Estela prefería a una diletante, a una vagabunda, prefería su pasión por los malabares. Sabía que cualquier cosa que dijera recibiría por respuesta un inmediato golpe de látigo con la lengua neumática de su hija así que no dijo nada. Hasta ahora el día iba de mal en mejor y quería mantener la tendencia. Mientras Candelaria se duchaba, Estela compartió una taza de té con Vincent. Le pareció que conocía a hombres como él, que en algún momento de su juventud había tenido uno así que la había hecho infeliz a pesar de su propia alegría. O quizás por su propia alegría. Dada la envidia que la caracteriza, Estela nunca ha convivido bien con sujetos alegres y autosatisfechos como aquellos. Vincent ponía música en clubs y fiestas electrónicas. Estela le preguntó si le gustaba el éxtasis. El la miró desconfiado, pero sin sacarse la sonrisa de la boca, y respondió: “Hoy las hacen mejores, Señora.” “Madame”, en realidad, en francés. A la Madame le pareció interesante, preguntó más. “De acuerdo a tu experiencia, ¿cuál es la mejor?

–El M es parecido al éxtasis sin la mierda que le ponen al éxtasis. La que más me gusta es la Súper K.

–¿Qué es eso?

–Un anestésico para animales que te hace tener una experiencia alucinógena profunda, fuera del cuerpo, un viaje hacia el más allá de tu propia mente. Dura como 30 minutos, con bienestar posterior, nada de tormentos. Esa es buena.

–¿Me la recomendarías?

–¡De ninguna manera!

–¡Ja! ¿Por qué?

–No sabía que le gustaran las drogas. La Súper K es demasiado intensa.

–¿Para ti es demasiado intensa? ¿Para mi hija?

–No…

–¡Pero para mí sí!

–Es que… No sé… Supongo.. No quisiera que tuviera un mal viaje.

En eso salió Candelaria del baño envuelta en una toalla y le preguntó a Vincent si su madre lo había estado interrogando. “Supongo que sí”, respondió el muchacho y Estela le preguntó a su hija que dónde pensaba vestirse.

–Aquí, pos…

–¿Aquí, frente a todo el mundo?

–No frente a todo el mundo, mamá, frente a ti y a Vincent. ¿O tú crees que nunca me ha visto en pelotas?

Entonces le tradujo a Vincent al francés: “Mamá cree que nunca me has visto desnuda”. Vincent no se sonrojó, pero fingió pudor en la sonrisa. Pudor que empezó recién a sentir de verdad cuando Candelaria arrojó la toalla húmeda sobre el televisor dejando a la vista de su madre sus voluptuosos labios vaginales expuestos por el concienzudo afeitado que él le había realizado la noche anterior. Estela dio vuelta la cara con una mueca de impaciencia, pero lo que sentía realmente era curiosidad. Que su hija tuviera sexo era una cosa, pero que ese sexo estuviera acompañado de morbo le añadía un nuevo misterio. Un nuevo enigma para ser precisos, porque era prácticamente imposible que algún día llegara a descifrarlo. Con esto, Candelaria se le escapaba una vez más. Miró la toalla húmeda sobre el televisor, miró a Vincent que miraba el suelo. Le dijo: “Tienes razón, podría tener un mal viaje. Pero sí me gustaría que me compraran un poco de hachís. ¿Será posible?”

–Por supuesto. Tengo un poco aquí mismo. ¿Le gustaría fumar?

–¡Vincent! –censuró Candelaria.

–¡Qué! ¡Si ella quiere!

–En fin. Lo único que faltaba es que te pusieras drogadicta, mamá.

–¿Vincent y tú son drogadictos?

–¡No! –exclamó Vincent.

–¡Sí! –lo corrigió Candelaria– pero nosotros tenemos 20 años, estamos en la edad.

–¡Eres una moralista! ¿Qué te importa? ¿Crees que porque una mujer cumple años o es mamá ya no puede tener una vida?

–Una vida sí, mamá. Me preocupas. Es todo.

Para ese entonces Vincent ya había prendido el cigarrillo de hachís. Le dio un par de fumadas y se lo alcanzó a Estela, quien fumó después de muchos meses y por primera vez frente a su hija. Candelaria no quiso fumar. En cuanto se hubieron acabado el pitillo, se fueron los muchachos y Estela se quedó sola otra vez. Entonces le pareció que veía su departamento por primera vez. Su instinto fue ordenar, pero no supo por dónde empezar. Le pareció estar parada, suspendida, en medio del caos. Tomó una bolsa que decía ofertas y metió en ella 10 kilos de ropa sucia. Debajo del colchón, en una bolsita, encontró unos calzones cagados de Candelaria. La amó por aquel gesto. Recordó los rasgos infantiles de Vincent, su nariz respingada, su piel de niño, y le pareció que su hija estaba en buenas manos. Mejor que ella en las de Pierre, sin duda. Pero ella sabía cómo defenderse de tipos como Pierre. Algo debía haber hecho bien al educar a Candelaria. Dentro de una caja de zapatos recogió todos los platos, los vasos y cubiertos para lavar. Miró su vestido de terciopelo verde y deseó habérselo puesto la noche anterior, para agudizar las contradicciones al menos. Aunque Pierre hubiese llegado sin bañarse, Estela apostó a que hubiese apreciado el gesto. Quizás todo se habría resuelto sexualmente desde muy al comienzo. Quizás la habría manoseado en el baño del restorán. Quizás se hubiera sumado el mozo negro. Aunque no, probablemente los mozos eran tan gays como la clientela y Pierre no era precisamente el prototipo homosexual. “Está bien”, se dijo Estela, “haz tu trabajo” y continuó ordenando hasta que cayó la tarde. Al finalizar, el piso relucía, cada pequeño objeto tenía su lugar, excepto Estela. Ella intentaba acomodarse frente al PC pero era resistida. Los comensales de Terra le parecían demasiado penosos, permanentemente allí, sin vida; la página de citas, innecesaria; la prensa chilena, una película mediocre que se alarga innecesariamente; la prensa internacional, un desafío a su capacidad de concentración. “¡Pornografía! ¡Buena idea!”, hace tiempo que no se sentía tentada siquiera. Mejor aún, haría su propia producción. Entró a www.alt.com, un sitio en el que podía exhibir su cámara web a un gran número de usuarios y prendió todas las luces. En la nave central de la Basílica de los Sagrados Corazones, franceses e inmigrantes cantan sus alabanzas mientras cientos de turistas los miran como un testimonio vivo de otros tiempos. “La han convertido en un museo”, piensa Estela. La última vez que había estado allí, hace casi 20 años, era más solemne. “Aún con los turistas y sus audio-guías, aún con los mercaderes vendiendo suvenires, una catedral es la casa de Dios. Si Dios está en algún lugar es aquí, donde los hombres quisieron alcanzar el cielo.” Candelaria se conmueve y Estela pierde la paciencia. “¡Te crié atea! ¿No eras anarquista? La única Iglesia que ilumina es la que arde, ¿sí o no?” “Oh, mamá, qué pena por ti, haz perdido la sensibilidad. Una hija romántica para una madre sadomaso. Estela ve cómo Vincent toma suavemente la mejilla de su hija y la besa. La niña cierra los ojos, sonriendo. Vincent le pasa la lengua sobre esa sonrisa, intentando abrirla y entrar. Estela no debería estar mirando. Lo sabe, pero no lo puede evitar. Su hija parece de pronto tan linda. La niña más linda de todas, sonrojada por la excitación sexual, enternecida por la atención recibida. Durante los últimos años, Estela ha recordado con cierto desprecio su propia sexualidad juvenil, porque era tímida con su cuerpo y no lograba llegar al orgasmo. Pero, ahora recordó, también estaba esa otra cosa que compensaba con creces la ausencia del espasmo. Recordó que un polvo la hacía sentirse linda durante horas, a veces días. Entonces lo atribuía a alguna cualidad de su piel, a sus labios hinchados por los besos. Ahora sabía que no, que lo que despertaba su admiración ante el espejo era el calor interno, la alegría y la calma. Nunca habían sido pobres, hasta ahora. Aunque las dos habían representado la pobreza, se habían entrenado durmiendo en el suelo o en colchones de espuma sucios, sin sábanas, mordidos por perros. Viajando a dedo y comiendo pan con queso, queso con pan y pan con queso. Duchándose con agua fría en bombas de bencina. Esas fueron representaciones felices y podrían serles útiles a la hora de vivir algo parecido a la pobreza real. Pero Candelaria se resiente. Parte del encanto del juego de la pobreza consiste en saber que es un juego y eso se sabe porque mientras uno juega a ser pobre sus padres no lo son. Pero si los padres son pobres, puede que el juego no termine nunca. Y los juegos sin final se parecen demasiado a la realidad. Estela se pasó un par de horas en un lugar llamado La Maison de l’Orquid. Perfectas. Suntuosas. Delicadas. Finalmente se llevó una casa, una pequeña, una de las más baratas, con tres flores blancas, moradas y amarillas, impúdicas como vaginas expuestas en museos. Cuando llegó a casa, arrastrando el macetero a duras penas, Candelaria la retó como la madre autoritaria que Estela que nunca había sido. Con rabia, intentando humillarla. Le dijo que lo suyo era pura cursilería, que la orquídea era patética, qué exactamente pretendía con esa vagina dentada en su pocilga francesa, que si le daba hambre se la iba a comer. Baguette de orquídea. Y a Estela le dio risa, porque Estela es de aquellas personas que casi nunca se ofende. ¿Qué podía decirle esa pendeja que ella no hubiera pensado antes ya? ¿Preferiría no escucharlo en voz alta? Pero, ya está, tampoco sonaba tan horrible. Estela se sabía pretenciosa, sabía que compraba cosas inútiles buscando crear la ilusión de un estatus que sólo se puede heredar, que tenía un problema con las prioridades, que caía fácilmente en la cursilería. Sabía todo esto. “¡Peores cosas se han dicho de mí, niñita! Y te recuerdo que estamos en esta “pocilga” para que no te agarren los pacos. Presa de por vida a los 19 años. ¡Así que más respeto!” Candelaria lloró de rabia. Ella sí era fácil de herir.

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