Comenzaré por describir el objeto.
En su portada color grafito, se repite el título Nunca más contar una única historia, en distintas tonalidades de gris, hasta hacerse más y más visible. Abajo, el nombre de Gaspar Álvarez Requena aparece en tipografía pequeña. La única imagen es el pequeño animalito del logo de la editorial Saposcat.
El libro tiene algo así como un centenar de páginas. No sé cuántas exactamente porque no están numeradas. Al comienzo son oscuras, casi negras, con imágenes y textos blancos, y a medida que el libro avanza se van aclarando poco a poco hasta invertirse. El efecto es tan importante para su sentido que es posible afirmar que este libro también es de la diseñadora Verónica Calderón.
En las páginas hay impresas fotos de veintitrés pinturas de Gaspar Álvarez. En estas pinturas, sobrias y melancólicas, que también hacen un recorrido desde el blanco sobre negro inicial hasta el negro sobre blanco de las páginas finales, hay personas abrazándose, cogidas de la mano, sosteniéndose, bailando, denunciando y siendo exterminadas; algunas a caballo: desde el campesino sin nombre hasta el general Baquedano. Hay también fragmentos de cuerpos: brazos, pies, pero sobre todo manos: manos que leen, que suplican, que sostienen, que activan una bomba. Y a veces, objetos o escenas mínimas, como una casa en llamas en Vilcún, el helicóptero Puma que trasladó a la Caravana de la Muerte, el mar encabritado donde desaparecen los cuerpos o las puertas de Chacabuco (sobre lo que volveré luego). Pinturas sobre cerámicas rotas, trizadas, frágiles. Al igual que la memoria y que los cuerpos, en peligro de hacerse polvo y desaparecer.
En las páginas hay también, con una tipografía pequeña y sobria que invita a concentrar la mirada y detenerse en lectura, citas cortas y muy cortas de treintaitrés autores diversos: poetas, narradores y ensayistas, hombres y mujeres de Estados Unidos, Europa, Brasil, Rusia, Chile y otros.
Estas citas giran en torno a la violencia política y lo que la rodea; crecen en distintas direcciones, proponiendo a la vez un recorrido de la oscuridad a la luz (que nunca llega del todo, pero aparece como horizonte utópico). Las primeras nos hablan de la oscuridad: de la búsqueda de unas verdades (siempre incompletas); de la memoria (que es a la vez mandato e imposibilidad), de la guerra (que acaba solo comenzar de nuevo), de un mundo violento, oscuro, en el que cerrar los ojos es en parte autodefensa porque ver resulta insoportable. Las últimas citas, nos hablan de la reunión de lo separado, de la conformación de un colectivo que resiste, de lo que sobrevive a la violencia.
Como ejemplo estas palabras de Gonzalo Millán:
Nos descabezaron
talaron el árbol
nos descuartizaron
trozaron el tronco
cortaron las ramas
el raigón siguió vivo
el raigón siguió en la tierra
las raíces crecieron bajo la tierra
hoy el tronco talado brota.
Palabras que se funden en las de Verónica Zondek. Ella dice: “No importa. Todo florece”. Y continúan en las del poeta brasilero Ailton Krenak: “Un río puede escapar del daño, la vida, una bala perdida”.
Como vemos, estas citas se desprenden de los poemas y ensayos de los que formaron parte, y se incorporan a este nuevo texto (término que procede de textus, en latín, tejido, entramado). Se toma un hilo del tejido original para tejer uno nuevo, y en este proceso el sentido de las palabras se transforma, alimentándose de la cita anterior y resonando en las siguientes.
Por esto, es posible decir que Gaspar Álvarez escribe este libro. Sin utilizar ni una sola palabra propia, construye un texto, a partir de los libros de poemas y ensayos que leyó con un lápiz en la mano.
No se trata de una investigación académica. Lo que le interesa al autor no son las ideas completas, sino palabras condensadas, frases y versos que, con su fuerza poética, iluminan la violencia, funcionan como espejos en los que mirarse y, reflectantes, multiplican la luz.
Sobre esto, permítaseme aportar mi propia cita de filósofo. Esta es Gilles Deleuze. Dice él: “No ha de tratarse de comprender nada en la escritura. Solo vale preguntarse con qué funciona; en función de qué hace pasar o no intensidades; en cuáles multiplicidades introduce o metamorfosea la suya; con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo”. Ahora, siguiendo el juego iniciado por Gaspar, continúo con unos versos de mi querida amiga Lucía Egaña:
Leer mal y entonces descubrir una nueva teoría.
Una teoría hecha en partes iguales
de ser lo que dice y de ser lo que se inventa.
Ignorancia que produce monstruos
de increíble otredad.
Esos monstruos son
En la aparición de lo borrado
En las grietas de lo explícito
En el delirio de completar una lengua inteligible
Con trocitos de improvisada memoria
Un debate antiguo e ignorado:
¿Puede la imaginación entender?
Gaspar lee como yo busco piedras en la playa de Cucao. Unas piedras muy pequeñas y precisas que tomadas de un paisaje inmenso y puestas unas al lado de las otras crean algo nuevo, conforman una colección.
Como hoy se trata de una presentación doble, de Nunca más contar una única historia de Gaspar Álvarez, y de mi propio libro No dijeron muerte, enumeraré algunas cosas que ambos tienen en común.
Uno: Primero lo más obvio: La voluntad de memoria. De proteger recuerdos frágiles en peligro de desaparición. De reflexionar, enunciar y denunciar lo que ha sido acallado. De cuestionar lo que parece normal. De hacer público el dolor que ha sido privatizado con el convencimiento de que las experiencias íntimas son también sociales, incluso globales y transhistóricas. La convicción de que cincuenta años después aún falta insistir.
Dos: La desconfianza hacia la historia única y la apuesta por el coro en desmedro del solista. Tanto Nunca más contar una historia única como No dijeron muerte funcionan como cajas de resonancia. En ambos existe la voluntad de amplificar una serie de voces diversas que, juntas, van construyendo un universo, un paisaje cuyo sentido excede con mucho cada voz particular en su capacidad de dar cuenta de un proceso social complejo. Esto nos permite reconocernos en los otros y articularnos colectivamente.
Tres: La atención a las luces y las sombras. En Nunca más contar una historia única esta atención es literal, comienza en la oscuridad y acaba en la promesa de la luz. En mi libro se trata de una voluntad previa a su articulación, presente en las entrevistas y en la edición de los textos, de dar cuenta no sólo del dolor y del daño, sino también de los afectos, las resistencias, las solidaridades, los valores y los sueños.
Cuatro: Nos une también una historia personal. Mi historia y la de Gaspar están tejidas. Aunque nos dejamos de ver durante décadas, nos conocemos hace casi treinta años. Su abuelo es también el abuelo de mis hijos. El doctor Mariano Requena, dirigente comunista apresado en 1973 y llevado primero al Estadio Nacional, luego a Chacabuco. No es casualidad que nos hayamos encontrado y no es que Chile sea tan pequeño. Tal como digo en el prólogo de No dijeron muerte, existe en nuestro país una comunidad de la memoria que une de manera subterránea no sólo a los muertos, torturados, apresados, exiliados, sino también a sus familiares y amigos, y a los hijos y los nietos de todos ellos. Un tejido, hecho por hilos de historias individuales que se van entrelazando.
Cinco: La editorial Saposcat, de Marcela Fuentealba, que publicó ambos libros con poco más de un mes de diferencia, comprometida con la memoria y con la paz. Compartir esta editorial es también compartir una comunidad. Y en este caso, además, la suavidad del papel, el color y la melancolía de las portadas, la belleza de los objetos.
Seis: Por último, compartimos Chiloé, que esta tarde nos acoge. Donde Gaspar y Verónica viven desde hace algunos años, ahora con Lena, su hija chilota, y donde a mí me gustaría vivir cada vez más.
Josefa Ruiz-Tagle, febrero de 2024