“La dicha invade mi felicidad”
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La felicidad es un tema esquivo para la literatura. Como hemos visto, para que haya relato tiene que haber conflicto, algo que rompa el equilibrio y perturbe la calma. El conflicto puede ser encarnado por los personajes o estar en el ojo del narrador, pero no puede estar ausente. Si está ausente, probablemente se trata de textos más descriptivos que narrativos. ¿Por qué salir de un estado de perfecto? ¿Cuál sería el motor para la acción?
Ana Karenina empieza con una sentencia tan famosa que se ha convertido en un principio discutido por la biología y la filosofía. Dice: «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Hay más diversidad en lo anormal que en lo normal, en el fracaso que en el éxito, en el vicio que en la virtud, en lo inestable que en lo estable.
Sí es posible escribir sobre lo normal, el éxito, el bien, la virtud y la estabilidad. No es que el tema de la felicidad no se haya abordado, se lo aborda todo el tiempo, pero la felicidad siempre aparece rodeada de otros elementos, ellos sí conflictivos, que la rompen, le sirven de contrapunto o la anteceden. En los relatos tradicionales, la rompen, le sirven de contrapunto y la anteceden.
El conflicto rompe el equilibrio precario, la calma feliz, y así echa a andar el relato. Luego, durante el relato, el conflicto se despliega y la felicidad es lo ausente (lo perdido, lo añorado, lo perseguido). Finalmente, la felicidad regresa como recompensa. El “vivieron felices para siempre” es el premio de un protagonista que ha vencido a su antagonista, dando por superado el conflicto. Muy esquemáticamente, esta es la estructura del relato descrita hace 2300 años por Aristóteles en su Poética, vigente hasta hoy en la mayoría de los guiones, los discursos y los libros. Es, digamos, lo convencional.
No es posible abordar la felicidad sin referirse a aquello que se le opone de la misma manera en que el bien sin el mal no existe. A veces, la mejor manera de hablar de algo es a través de su ausencia. Como vimos, al hablar de la pandemia en carne propia, no podemos evitar referirnos a lo que hemos perdido. Ya me dirán ustedes cómo les fue con este nuevo ejercicio (un día feliz), pero creo yo que observar la felicidad en nosotros mismos es algo muy difícil. Quizá porque la observación destruye su estado de perfecto equilibrio. La racionalización, la clasificación, son enemigas de la felicidad. Si pensamos “este momento es feliz, no existen perturbaciones”, estamos trayendo esas perturbaciones a escena. En este sentido es más sencillo hablar de la felicidad describiendo o narrando sus bordes, sus fronteras, sin intentar capturarla. Ahí donde comienza, ahí donde termina, donde es atravesada por la sucia realidad, ese minuto en el que desapareció.
Y, a propósito de perturbaciones, ¿puede haber felicidad cuando todo está perturbado? Hay quienes piensan que sí, los que persiguen el éxtasis: libertinos, místicos, quienes experimentan con drogas alucinógenas o con deportes extremos. En las antípodas, está la idea de la felicidad como ensoñación, quietud mental, calma después de la tormenta. Una idea heredada del budismo, supongo: la felicidad como ausencia de deseo.
Sobre la felicidad no existe consenso. Cargada de contenido ideológico, visión de mundo, valores, no nos pondremos nunca de acuerdo sobre qué implica la felicidad ni menos sobre el camino para alcanzarla. Por eso es posible sostener posturas filosóficas, políticas, críticas frente a determinadas nociones de lo que es o no feliz. Esto es lo que hace por ejemplo Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, donde se habla de una felicidad que se satisface en el consumo y el confort, que compensa la renuncia al pensamiento crítico y el libre albedrío, un mundo de gente que jamás se cuestiona su destino, que vive drogada, embobada de placer. Y si bien hay quienes consideran el libro premonitorio, lo cierto es que la felicidad a la que apuesta el capitalismo, hecha de objetos y experiencias que sería posible comprar, es un espejismo que, a diferencia de lo que ocurre en la novela, no puede alcanzarse, es más, que de alcanzarse sería desastroso, porque es su persecución la que hace andar la economía. No basta con Netflix y pizza, nunca podemos dejar de desear.
Los estudios de las ciencias sociales sobre la felicidad han observado que luego de satisfechas las necesidades básicas, no se autodefinen como más felices los que tienen mayor capacidad adquisitiva en términos absolutos, sino sólo los que tienen más que sus vecinos, que sus comunidades. Esto, que puede parecer obvio, es el individualismo confirmado por los estudios de opinión.
La ilustración más evidente del carácter ideológico de la felicidad es su despliegue como promesa de campaña de las distintas fuerzas políticas, donde sus definiciones no sólo difieren sino que compiten entre sí. Típicamente la derecha asocia la felicidad a un mundo seguro y próspero, mientras la izquierda promete una sociedad solidaria y justa. Sea como sea, la felicidad está detrás. Por eso la política real, con su impureza, transas y debilidades, enoja tanto. ¿Dónde está mi felicidad prometida? ¡Estafadores! ¡Mentirosos!
Si antes bienaventurados eran los pobres y el paraíso era para quienes tenían hambre de justicia, en un mundo sin un dios misericordioso las llaves del reino son el entusiasmo, la voluntad y el trabajo duro por la superación personal. El paraíso continúa siendo el sentido último de la existencia, pero en su dimensión terrena este es una mezcla de autosatisfacción y comparación con los vecinos. Del mismo modo, el infierno es el fracaso individual, por ignorancia, flojera, incapacidad para cumplir con las pesadas exigencias de la felicidad.
En la publicidad la felicidad es una caricatura en la que sólo una minoría podrá verse reflejada; el resto sólo despreciar, aspirar, envidiar o reir. La felicidad es cosa de blancos, heterosexuales, cis, delgados, físicamente atractivos, con acceso a crédito, saludables, jóvenes, neurotípicos, capacitados y, muy importante, con buenas dentaduras. Me dirá alguien que no toda la publicidad es así. Pues, cierto, a veces, integran a este grupo a consumidores atípicos como queriendo decirles: Yes, you can!
Las ideas sobre la felicidad nos moldean, construyen subjetividades individuales y colectivas, y determinan nuestros patrones de consumo. La idea de felicidad prevalente hoy alimenta las industrias médica, farmacéutica, del turismo y la gastronomía, del entretenimiento, de la cosmética, la vida natural, los gimnasios, los spa y la ropa deportiva, la moda, la decoración y casi todo. Un desodorante te hará feliz, unos calcetines, unas sábanas… Pero de manera ejemplar alimenta a las industrias de la autoayuda y de espiritualidades new age.
La felicidad es una promesa que alcanzará a quienes viven de una manera correcta. La infelicidad es cosa de pobres flojos, de gordos que no se toman el batido, de solitarios con pésima actitud, de cesantes que no saben cómo venderse, de enfermos que continúan comiendo azúcar, de neuróticos que no meditan, de jóvenes abusadas que no siguen los siete pasos del perdón, de resentidos, de inútiles y aguafiestas. En suma, de gente que no ha sabido sanarse a sí misma. Aquellos que no consiguen erradicar de sus vidas la melancolía, la desilusión, la vergüenza, la sensación de injusticia o de impotencia, la rabia, o incluso el duelo, pertenecen al infierno.
Las ideas de la derecha sobre la felicidad han tenido la pelota en los últimos decenios. La felicidad es individual, depende de cada uno y consiste en querer y poder sacarle provecho al sistema. Y aunque “el pueblo despierte” y con espíritu fraterno y sororo exija “dignidad” o “una vida que valga la pena”, su capacidad de afectar de forma consistente y duradera las nociones de felicidad individualistas de la población (que parece ser bastante más amplia que el pueblo) está por verse.
¿Habría que terminar aquí con un mensaje optimista, feliz, esperanzador? Nada quisiéramos más: aporta el tuyo. O comparte tu pesimismo, o tu esperanza: una idea de felicidad que emerja de tu experiencia singular. Cualquier texto que contenga conflicto es, de alguna forma, testimonio, o residuo, de ideas sobre la felicidad.