El justificante
Me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela. Mientras ella se apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la paciencia, le arranca la hoja de las manos y sin ni siquiera sentarse garabatea unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise escribir el justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista, y no me extraña, porque escritor es aquel que se enfrenta al fracaso de escribir y hace de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás sencillamente redactan. Podemos estirar esa anécdota e imaginar a alguien que, soga en mano, a punto de colgarse de una viga del techo, se dispone a redactar unas líneas de despedida, toma un lápiz y escribe la consabida frase de que no se culpe a nadie de su muerte. Hasta ahí va bien la cosa, pero decide añadir unas líneas para pedir disculpa a sus seres queridos y, como es un escritor, deja de redactar y se pone a escribir. Dos horas después lo encontramos sentado a la mesa, la soga olvidada sobre una silla, tachando adjetivos y corrigiendo una y otra vez la misma frase para dar con el tono justo. Cuando termina está agotado, tiene hambre y lo que menos desea es suicidarse. El estilo le ha salvado la vida, pero quizá fue por el estilo que quiso acabar con ella; tal vez uno de los resortes de su gesto fue la convicción de ser un escritor fallido y tal vez lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto, que son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la pluma en una mano y una soga en la otra.
Fabio Morábito (Alejandría, 1955, radicado en México), El idioma materno, Gog y Magog, Buenos Aires, 2014
Asocié este microcuento con algo que relata Kafka en su diario. Este escritor murió de tuberculosis a los 41 años, dejando una obra prolífica, narra un episodio en que dictándole un oficio para el gobierno civil a la secretaria se quedó atascado en una palabra. No podía encontrar la palabra y la secretaria se movía manifestando su burla por la incapacidad de Kafka de dictarle el comunicado. Al fin encuentra la palabra, él dice “finalmente doy con la palabra estigmatizar y la frase que va con ella, pero sigo guardándolo todo en la boca, con un asco y una vergüenza como si fuera carne cruda, cortada de mí (tanto esfuerzo me ha costado)”…”aquí en la oficina, por causa de un documento miserable, tengo que robarle un pedazo de carne a un cuerpo capaz de semejante dicha” (se refiere a que para él un trabajo literario es celestial.