Aterrizar en Santiago es una pesadilla recurrente. De lejos se ve el espeso humo negro entre las cimas de los montes, el avión se precipita hacia dentro, por un instante todo desaparece y luego estoy allí, en la loza del aeropuerto, obligada a descender porque es la última parada, sin dinero en la cartera ni una agenda telefónica útil, perdida. Ese es más o menos el sueño, y entonces despierto con la sensación de tener una roca sobre el pecho. Pero esta vez no estoy soñando, vuelvo a Chile después de más de una década, no despertaré. Bajo del avión y siento el aire frío y viciado, entro al aeropuerto con el nombre más idiota del mundo.
Probablemente un comité de oficiales de la Fuerza Aérea, milechetistas o pinochetillos, optó por llamarlo Aeropuerto Internacional Comodoro Arturo Merino Benítez. Antes se llamaba simplemente Aeropuerto Pudahuel, pero ese nombre, Pudahuel, que significa nada menos que charco, peor, que interior de charco, debe haberle parecido pobretón a estos amos del aire, que en realidad en el aire nunca han hecho nada salvo piruetas y arrojar compatriotas al mar. Demasiado araucano, debe haberles parecido, hediondillo a rebelde. En esos años las señales debían ser inequívocas, había que enmendar el curso de las instituciones. Y así Pudahuel debió ser bautizado con el nombre de un Comodoro. Crecí creyendo que Comodoro era su nombre de pila, pero no, el tipo se llamaba Arturo, era comodoro y se llamaba Arturo. Comodoro Arturo Merino Benítez. Un trabalenguas para los niños, el señor Berino Menítez. Y los adultos quedan como ignorantes cuando algún gringo recién llegado les pregunta quién fue el prócer cuyo nombre corona el edificio. Por todo esto, informalmente, aún llamamos al aeropuerto Pudahuel.
Donde estoy ahora, Pudahuel. Poco convincente en mi performance de mujer ejecutiva que realiza con los ojos cerrados los trámites exigidos en todo aeropuerto internacional. Me descubro obstroyendo el paso con la maleta, avanzando con lentitud perturbadora, mirando de un lado a otro aturdida, intentando ordenar la información. Quién es quién. Quiénes chilenos y quiénes extranjeros, quiénes viajan por negocios y quiénes, por placer. Un equipo deportivo de provincia, quizás voleibol. Una pareja de viejos que viaja por primera vez. Así debo lucir yo, desorientada. Tengo que recuperar la compostura. Y es que el recuerdo, mis recuerdos, no parecen concordar con lo que ahora veo.
¿Puede ser que en los años transcurridos los chilenos hayan crecido algunos centímetros? Hay jóvenes bien vestidos, quizás estudian en Londres. Las caras, sin embargo, son las mismas. Timidez hostil o estupidez arrogante. Con caspa, ambas versiones. Hace 25 años sentí alivio al mirar esas caras por última vez, eso creía. Cada vez que me pillaba pensando en volver, por cualquier excusa, de vacaciones, a ver a lo que queda de la familia, a espiar por último los cambios, me censuraba de forma inmediata. Extirpaba ese pensamiento de mi mente con una técnica aprendida en una sesión de meditación zen. Fuera. No pasarás pensamiento inmundo. No pasarás pensamiento. No pasarás. No. Y luego el silencio, los números, figuras abstractas, la respiración, el vacío.
–Señora, abra la maleta por favor—
Quiere que abra la maleta. La desorientación me delató, la angustia. Detesto cuando eso sucede, es como mostrarle los documentos de computador al periodista, tu teléfono al amante o tu cartera al policía. Rogando porque no aparezcan súbitamente unas fotos íntimas o una bolsa con marihuana. Qué puede haber en la maleta. Nada. Desorden. Ropa desordenada. Cuadernos. Maquillaje, perfume, blusa de seda. Un abrigo para viajar al sur. Botas. Y zapatos de taco para las cenas a las que seré invitada. Un vestido negro. Joyas, no muchas, no finas. Algunas joyas de plata, nada más. Mi estilo es sobrio y elegante, debo decir. Un color, máximo dos, sólo aros o sólo collar, maquillaje siempre discreto, pelo muy corto, y ahora me estoy dejando las canas. Envejecer con dignidad, le llamo, sin querer ser ni aparentar menos edad de la que tengo, sin querer ser otra cosa de la que soy. Satisfecha conmigo misma, esa es la imagen que quiero proyectar. Pero aún deseable, para lo cual está la ropa.
Sostenes de seda y encaje, excesivos para ser vistos por el personal de aduana. Quesos, están pausterizados, por si tengo que hacer algún regalo. Qué más quiere ver. Juguetes no tengo. El perfume es perfume. Dije la verdad, no hay elementos radioactivos. Sí, de origen animal, todo. No soy vegana, no visto ropa de nylon ni zapatos de cuerina. Lamentablemente para él resulto de lo más aburrida. Nada ilegal, nada podrido, sin malicia. Me deja pasar. Dentre nomás a su pesadilla, señora.