El fakir y el cordero

Me gusta la palabra cantinero para describir mi oficio. No es precisamente propia de nuestra chilenidad, pero menos aún lo es bartender, tan de moda hoy. Si trabajara en un pub podría calificarme a mí mismo como bartender, pero no es el caso. Definitivamente este lugar se parece más a una cantina, como aquellas a donde iba Pedro Infante a olvidar penas de amor. Pero los viejos que aquí se emborrachan no parecen tener amores que olvidar. O ya los olvidaron hace mucho. Quién sabe. Más de alguna vez los he visto llorar. Mearse en los pantalones también. Quizás no es pena. Quizás es el alcohol que les destapó una cañería.

Hay dos que vienen aquí como caballeros de misa diaria. Toman el tinto más barato de la casa. Roberto y Henry, mis favoritos. Religiosamente, llegan a media tarde y se quedan hasta que los ojos se les empiezan a cerrar. Ayer Henry llegó a las cinco y sospecho que media hora más tarde, cuando apareció Roberto, ya estaba ebrio. Se sentaron en la barra, así que pude escucharlos durante largo rato. Un placer.

–Te perdiste ayer un espectáculo por culpa de tu vieja-

–¿Un espectáculo?- contestó Roberto –Explícate…

–Una pendeja rica…

–¿Aquí?

–¿A dónde más?—

Traté de acordarme de a quién podría referirse. Sí, vino una niña ayer, andaba con un extranjero. Guapa. Muy poca ropa. Joven. Claro, ella. Henry tiene razón: la pura presencia de una chica guapa es un espectáculo en este lugar.

–¿Estaba sola?

–No, con un tipo, un faquir. ¿Sabes lo que es un faquir?

— Sí, lo vi. Me dio un poco de asco. Le estaba pidiendo plata a la gente en la plaza por hacer estupideces, como malabarista de esquina, pero más… atroz. Se metió un sable entero en la garganta. ¡Qué imbecilidad!

–Tan imbécil no es, espera que te cuente. A ella no le pareció tan asqueroso.

Lo conoció en la plaza. Se sentó en el suelo a mirar el show con sus ojitos de niñita sorprendida, preguntándose por la curiosísima anatomía del sujeto. “¿Cómo es posible meterse una ampolleta de neón de medio metro en la boca y no morir (o vomitar) en el intento?” Digamos que el tipo le gustó, con su pelo largo y rubio, su desplante de showman, su acento de la República Oriental del Uruguay. Y a él (obvio) le gustó ella también. Su público ideal: mujer-joven-guapa-impresionable. Bastaría con escupirle una llama por boca, ahí mismo en el medio de la calle, y la chica empezaría a gotear.

Esto es lo que hizo: le habló como si no hubiese nadie más allí, la hizo temer que se haría daño a sí mismo con vidrios rotos, la miró a los ojos con la intensidad de un charlatán. Y la otra cayó, redondita, caliente como una virgen.

–¿Era virgen?

–¿Cómo diablos voy a saber yo si era virgen o no? ¿Qué imaginas? ¿Qué me acerqué a su mesa y le pedí que me describiera el estado de su himen”? Pero que cayó como una virgen, cayó.

Al terminar su… ¿cómo dijiste tú? Su espectáculo atroz, le tomó la mano y le dijo: “Quédate conmigo. Esperame cinco minutos que ordene este desastre y te invito una botella de vino”. 

–¿Y ella?

Ella no dijo nada, pero esperó. Nerviosa. Niñita de buena familia, nice, pretty, la gorda, ¿me cachai? Y el huevón era un ‘artista callejero”, un vendedor ambulante para asuntos prácticos, con aliento a parafina y la piel llena de marcas de suplicio. Un loco.

–¿Pero esperó?

–Sí, esperó esos cinco minutos, quizás más, en un estado de excitación y miseria semejante al de una vaca que va entrando al matadero. Pero cuando él terminó de ordenar, se puso la mochila al hombro y le pidió tan tranquilamente, tan normalmente, que lo acompañara a dejar sus cosas al hotel, que ella se sintió aliviada y un poco… feliz. Sí, feliz. 

–¿Y en el hotel…? ¿Qué pasó en el hotel?

–Nada. No seas impaciente. Ella lo esperó en la entrada, ni siquiera fue con él a la pieza. El dejó sus cosas y a los dos minutos la recogió para traerla aquí.

–Al mejor bar de la ciudad…

–Si tú lo dices, Roberto, debe ser cierto, ¿verdad?

En eso estaban, en la segunda botella de vino, cuando entró por la puerta la esposa de Roberto y se armó una gritería de aquellas que el dueño pretende que yo interrumpa echando a los culpables del bar. Pero hubiese sido injusto porque, la verdad, Roberto no tenía muchas alternativas frente  a la furia de la mujer. Probablemente el silencio la hubiese irritado aún más y pedir perdón hubiese sido completamente inútil. Entonces contraatacó. Se había llevado la plata destinada a pagar la Internet. “Cállate, vieja guatona. Déjame tranquilo. Aquí tenís 500 pesos para ir a chatear al cibercafé”. Y le tiró las monedas al suelo. Peor aún: ella las recogió.

–Perdona la interrupción, Henry.

–Descuida. Gajes del oficio.

–Sí. Borracho profesional. ¿En qué estábamos?

–En que la trajo aquí.

–¿A qué hora?

–¡¿Qué te importa a qué hora, huevón?! Media hora después de que saliste gateando…

Llevaba un vestido rosado, de un rosado un poco gris, con pequeñas flores amarillas. Las piernas color café con leche, toda su piel. Sandalias de cuero. Delgadita, pero con… tú sabes… carne donde tiene que haber.

–¿Perfecta?

–Exactamente: perfecta. El pelo castaño, largo hasta los hombres, rizado. Boca hinchadita. Un amor. Alguna vez tuve una mujer así, aunque no me acuerdo ahora. Tengo que haberla tenido, porque la reconozco, ¿sabes? Sonreía todo el tiempo…. Igual que tu vieja, Roberto.

–A la Mari me la cagué yo, compadre.

–Ya sé, pero no ahora, por favor. Sigamos con la niñita.

Se sentaron ahí. Pidieron vino tinto. De los nuestros. Ella prendió un cigarrillo. El sacó de su bolsillo un mazo de cartas y comenzó a hacerle truquitos. Qué dónde quedó la Reina. Que puedo adivinar la carta en la que estás pensando. Que la suma de las cartas que elegiste es seis. Y le apostaba. No te digo que de imbécil el tipo no tenía nada. Le apostaba que si adivinaba dónde estaba el joker, le permitiría tocarle las rodillas. Le ganaba todas las apuestas (ante la fascinación de ella, y de la mía, he de reconocer) y le hacía, en penitencia, contarle algún secreto embarazoso, arrodillarse y besarle la mano o desabrocharse el sostén. Y tomar vino, el vaso entero de un solo trago.

–Nada de tonto.

–No. De tonto, nada.

Con el vino se le empezaron a nublar los ojos. No debe haber estado acostumbrada la pobre criatura. Se puso más linda todavía. Con las tetitas sueltas y la risa fácil.  Entonces el faquir, a quien ya se le estaban agotando los trucos, le agarró una teta. Aquí, en frente de todo el mundo.

–¿¡Aquí!?

–Aquí.

–Guauuu. ¿Te imaginai le agarro una teta a la María aquí?

–Roberto, por favor, no profanes la palabra teta con la imagen de las ubres de tu mujer, ¿ok?

–Me mata, huevón, me mata. Me revienta la botella en la cabeza.

–Uf, cerré los ojos y no me gustó lo que vi. ¿Te la tirai todavía?

–Henry, me extraña. ¿Cómo me la voy a tirar? ¡Seguro! Todas las noches me recibe con una botella, en pelotas, bailando… Pero puta que me habría gustado ver cómo le tocaban la teta a la pendeja.

Le puso la mano en la pechuga por encima del vestido y la dejó así, quieta. Mirándola a los ojos. Ella se puso roja como un tomate porque además sabía que todos la estábamos mirando. Unos más y otros menos disimuladamente. Yo menos, se entiende. La cosa es que se quedó así y no dijo nada y él tampoco dijo nada y la escena parecía un cuadro, todo el mundo mudo, no volaba ni una mosca. No sé cuánto rato habrá pasado pero se me hizo una eternidad, hasta que el afortunado movió la mano y le pellizcó el pezón. “Ay”, dijo ella, nada más.

–¿“Ay”?

–Sí, “ay”. Un “ay” suavecito, como ahogado: sumiso y caliente.

–Cagó la pendeja.

Cagó. Su cara seguía roja, ya se le había borrado la sonrisita boba de la cara y por las patas de su silla corrían ríos de jugos vaginales. Y el tipo con un control de sí mismo propio de… de… pues de un faquir. Sonreía solamente, mirándola, como si estuviera decidiendo si se la iba a comer bañada en crema o chocolate.

–¿Qué más?

De pronto le lanzó una mano al cuello como si la fuera asaltar. El bar entero sintió el efecto de la adrenalina. Como una cosquilla que empieza entre las piernas y sube por la columna hasta golpear el corazón… ¿Cachai? Prepara el cuerpo para la defensa y el ataque. Casi se me pasó la borrachera. Casi no más, porque la niña no gritó, ni movió los brazos, ni pidió ayuda de ninguna forma. El le apretaba el cogote y ella parecía ronronear.

–Me estoy calentando.

–Cállate, viejo cochino, o no te cuento más.

–Sigue, por favor, sigue…

Pidió la cuenta, él. Pagó. Ella estaba muda, sus ojos parecían bailar dentro las órbitas. Yo creo que estaba ebria. Pero no tanto. No absolutamente. Lo miraba y sonreía como si ya se la estuviera culeando. Lasciva como una virgen que no sabe lo que la espera y que sospecha que la cosa es aún mejor de lo que es en realidad. Medio derretida. A él en cambio no se le movía una pluma. Seguía con su cara de póker.

La tomó del cuello y la guió así, con firmeza, hasta su hotel. Aquí al frente, el Dominga. Allí la siguió por la escalera hasta su pieza en el segundo piso mientras le levantaba el vestido y le pellizcaba las nalgas. Ella seguía muda. El hacía comentarios del tipo: “Piernas de potranca”, “buen mamífero”, “lindo culo: duro, grande”. Pero no te lo imagines grande como el de tu María. No, éste era perfecto.

Cuando llegaron arriba él se tendió en la cama. Cuando ella quiso hacer lo mismo, él le dijo que prefería verla de pie. “Quítate el vestido, por favor”. Ella obedeció, se lo desató en la espalda y éste cayó hasta sus tobillos. “Date la vuelta”. Ella obedeció. “Perfecta”.

Tú sabes que de maricón yo no tengo nada, pero puedo decir que el cabrito este también tenía un cuerpo extraordinario. De deportista. De hombre que se mueve todo el día. Fuerte, lleno de control. Mientras él la miraba y la admiraba, sabía que ella también lo hacía. En silencio la tensión empeoró.

–¿Qué crees que hizo luego?

–¿La puso a mamar?

Trató. Pero la niñita no lo había hecho nunca y al parecer esas cosas se aprenden con la práctica. Chupaba con asco y con vergüenza, así que él le dijo que parara. “Deja de sufrir, por favor”. “¿Confías en mí?”, le preguntó. “No sé”, respondió ella. Y el huevón le aforró una tremenda cachetada. Luego le volvió a preguntar y esta vez ella le dijo que sí. Entonces la tomó de los hombros, la puso boca abajo y de una sola estocada se hundió por entero en su intestino. Ella gritó como un cordero degollado.

–Me estai hueviando…

–¿Sabís qué, Roberto? La Mari tiene razón: eres un idiota.

Paro de narrar aquí porque la cosa se puso francamente escatológica. Henry se tomó su tiempo para narrar la iniciación anal de la muchacha. Roberto ya no volvió a preguntar por la veracidad del relato, probablemente asustado de que el otro se enojara y dejara de inventar. Pero lo que a mí más me inquietó de todo esto es que no sé por qué ni cómo, tuve en ese momento la impresión de que todo lo que Henry contaba era cierto.

No podía ser cierto, ya lo sé. El no estuvo allí. ¿O quizás sí? ¿Quizás era una historia propia la que contó, algo que le había ocurrido a sí mismo muchos años antes? No, lo dudo. Había algo en esa pareja, en esa chica que vino al bar con el faquir, que me resulta perfectamente congruente con la historia de Henry. Y si bien no tuve la oportunidad de comprobar la historia, sí volví a verlos, y había en ellos señales extrañas.

Ella se había cortado el pelo, lo llevaba rapado como un soldado. Eso era lo más visible. El la tenía cogida del brazo, no tomada de la mano si no fuertemente sujeta por la muñeca. Ella ya no sonreía con esa sonrisa coqueta e infantil. Es más, no sonreía. Pero se veía bien, tranquila. Más tranquila que cuando la vi antes en el bar. Noté que en sus piernas “café con leche” había heridas, algunas rojas, otras más oscuras que ya comenzaban a cicatrizar. También reconocí huellas de golpes, contusiones moradas, verdes. ¿Qué hacer? ¿Qué habría hecho usted en mi lugar? 

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *