Calvicie

No sé a qué edad empecé a fantasear con abandonarme de la manera más completa. Dejar de hablar, volverme muda; comer cualquier cosa e ir a vivir con los animales. Quizás fue cuando el pelo comenzó a caérseme. Había que hacer tantas cosas para evitarlo. Ir al médico especialista quién ordenaría una batería de caros y complicados exámenes. Juntar orina durante 24 horas, refrigerada, y mezclarla con no sé qué venenos antes de entregarla al laboratorio clínico para que que fuese analizada por personal de blancos delantales. Sacarme sangre, dos días después de comenzar a menstruar, seis días después, quince. Enfermeras y endocrinólogos podrían observar entonces un no sé qué hormonal que le estaba jugando en contra a mi cabellera potencial, a mi capacidad de parecerme a las mujeres de las propagandas de champú o a las mujeres sin más. Mi mismo pelo sería analizado. Luego iría a recoger los resultados escritos en un lenguaje incomprensible para volver donde el especialista a que me los tradujera. El especialista diría que todos los exámenes estaban dentro de rangos aceptables, pero que ello no significaría que yo fuese normal, porque obviamente algo estaría fallando. Lo más probable es que los exámenes no hubiesen podido detectar el problema, por lo que habría que repetirlos y agregar otros más específicos, complicados y caros. Además recibiría consejos de cuanta vieja de campo y de ciudad con alma campesina me encontrara en el camino. Que lavarme el pelo una vez a la semana o todos los días, que enjuagarme con vinagre, que aplicarme aloe vera, o huevo y palta, que cortarme el pelo al rape para darle fuerza desde cero.

Con todo eso en mente, como en una película reproduciéndose aceleradamente ante mí, me abandoné. Primero a la calvicie, luego a los kilos de más, al seño fruncido, a la joroba. Me fui, desfeminizando y animalizando hasta que de frentón no había mucho en mí que se pareciera a lo que una madre sueña de su hija, a lo que un hombre sueña de su amante, a lo que un niño sueña de su madre. No siendo soñada, en venganza, dejé de soñar a otras personas. Subsistí como pude, de las sobras de la gente. Viví en las escaleras del metro. Tomé agua de la fuente. Poco a poco, de forma natural, me fui corriendo desde el centro hacia los bordes de la ciudad y desde los bordes de la ciudad hacia el campo. Encontré trabajo en el campo. Cuidaba los animales de un hombre viejo y solitario al que tampoco nadie soñaba. Ni las estadísticas lo tenían en cuenta, porque vivía arriba, tan arriba que ya ningún censor llegaba allí. Como yo, no iba al médico por muy enfermo que estuviese, no votaba, no pagaba impuestos. Y hablaba muy poco. Al menos conmigo hablaba muy poco. Pero me consta que con los cerdos tenía algún tipo de comunicación oral.

Confieso que envidiaba a los cerdos, por esa atención especial que recibían del viejo. Si bien no alcanzaba a reconocer palabras cuando lo escuchaba hablarles, sí podía oír un tono suave, amistoso, muy distinto al vozarrón cortado y ronco que usaba conmigo. ¿Por qué los cerdos? Para entender, intenté relacionarme yo también con ellos. Imitaba sus sonidos, les acariciaba la espalda, les daba de comer en la boca. En realidad eran bastante queribles, más que la mayoría de los seres humanos al menos. Nunca me mordieron. Parecían agradecidos. Mejores que los perros con sus pieles rosadas.

Así pasó un buen tiempo, hasta que una mañana vi lo que no debiera haber visto: vi al viejo, parado detrás del chancho, dándole un beso en la cola. Rápidamente me escondí para que no me viera, tenía miedo de cómo podría reaccionar si lo hacía. Desde mi escondite pude ver bien toda la escena. Se sacó la camisa, pensé que le iba a besar el hocico, pero no, le hundió la lengua en la oreja. El cerdo no se inmutaba, no decía ni oing. No pude evitar reír y él no pudo evitar oírme. Me había descubierto. Yo lo había descubierto primero, pero mi lugar era más vulnerable. Se quedó de pronto detenido moviendo únicamente los músculos oculares. Dio vuelta la cabeza lentamente hacia donde me encontraba yo, finalmente nos reconocimos en la arcada.

*La imagen es la pintura al óleo El divino anticristo y su carrísimo (uds. y sus pilchas) de Diana Navarrete (2006)

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