Guillermo Machuca

Memorias imprecisas

Me dio mucha pena saber que se había muerto Machuca. A él le habría extrañado. Enemigo de lo sentimental, le parecía, sospecho, una trampa en la que caían inteligencias menos privilegiadas que la propia. Se creía brillante. Y supongo que de alguna manera lo era, a pesar de la tontera un poco autista y del alcohol que lo hacía repetir y repetir las mismas historias, las mismas teorías, sin parar a observar la cara de agotamiento de sus interlocutores.

Yo lo conocí siendo adolescente, colegiala, y luego fue mi profesor. Uno de los mejores profesores que he tenido y eso que en esa área he sido afortunada. Pasaba las diapositivas y hablaba a la velocidad del rayo, sin parar a dudar un momento. Poco le interesaba lo que pasaba por las mentes de sus alumnos, solía despreciarlos. El desprecio nunca era mutuo, esos casi adolescentes podían odiarlo, pero despreciarlo, difícil. Yo tenía 19 y el 30 cuando fue mi profesor. En ese tiempo acostarse con los profesores estaba tácitamente permitido, nunca se nos ocurrió que podríamos ser juzgados y nunca lo fuimos. Por suerte no vivíamos en esta actualidad puritana. Lo que sentí esa primera tarde fue que él era virgen, quizá lo era, era notable su timidez. Me dijo que las mujeres de mi generación éramos más desinhibidas que las de la suya, dando a entender un conocimiento improbable, y lo sentí como un piropo. Vivía en un departamento antiguo en el barrio seminario, su pieza parecía la celda de un monje, un catre de una plaza como de posta de campaña, un librero repleto y absolutamente nada más, ningún objeto, al menos esa es la imagen que tengo en la memoria. Sabía exactamente cuántos libros había en el librero, cerca de mil, se vanagloriaba de haberlos leído todos. Sacaba uno y luego otro para buscar un fragmento particular con el que quería ilustrarme alguna idea. Nietzsche recuerdo, el resto se me ha olvidado.

Lo que más le gustaba era reírse de los otros. Agudísimo para observar motivos mezquinos, envidias, complejos, deseos ocultos. Le gustaba pelar como a poca gente. Más que pelar, destripar alegremente a pintores, críticos, profesores, el pequeño enjambre que daba sentido a las obras de arte. Se obsesionaba con algunos poco afortunados y empezaba con una tesis, luego iba a la anécdota y remataba con la explicación del mecanismo psicológico. Despreciaba a mucha gente y hablaba de ellos con malicia, pero sin resentimiento aparente, un mero capricho intelectual.

No le gustaba ser medido. Era tan excéntrico Machuca que a una especialista le habría sido más fácil describirlo con el DSM IV que echando mano de Freud. Algo había distinto en la forma en la que estaba cableado su cerebro. Un trastorno de la personalidad probablemente habría sido el diagnóstico, pero él jamás habría ido al psiquiatra ni respetado su opinión. Repito, no le gustaba ser medido. Pero era distinto, y para soportar esta diferencia, tal vez, es que tomaba como cosaco. Y aunque no lo frecuenté durante sus últimos años me llegaban los rumores de su ir de mal en peor en este aspecto.

Los que se asombran con su muerte no lo conocían bien, hace mucho que la andaba proclamando. Recuerdo una noche hace unos 20 años atrás en la que, especialmente simpático y lúcido, hizo a la audiencia reír a carcajadas con la narración de su suicidio porvenir. Por eso cuando supe que lo habían encontrado muerto pensé “fue por su propia mano”. Pero quién sabe, capaz que se haya intoxicado con vodka, que se haya caído, que se haya muerto de un infarto, da falla renal, de Covid, de cualquier cosa no sólo posible sino también probable.

Mis recuerdos de él, como ya he dicho, son un poco viejos. No sé cómo evolucionó con los tiempos, pero en ese entonces era misógino y conservador en muchas cosas. No es que no admirara intelectualmente a mujeres, sí lo hacía, le tenía especial reverencia a la Nelly Richard, a la que le gustaba imitar, pero tendía a pensar que la mayoría eran estúpidas. Los hombres también, para ser justa, pero las mujeres, peor. Recuerdo algunas joyas como: “las mujeres sólo se deprimen cuando están gordas”. No dejaba entrar a estudiantes varones con sandalias a sus clases, lo encontraba grotesco y poco respetuoso, no necesitaba argumentarlo, era algo autoevidente, igual que el dueño del Baco en el extremo opuesto intelectual. A menudo me he acordado de él en estos años, pensando cómo le estaría yendo con el feminismo, si lo habría revolcado alguna ola. Era difícil de abatir.

Ahora que se han publicado en internet montones de fotos, me encontré con la sorpresa de que en esos años en los que nos conocimos, era buenmozo Machuca. No lo recordaba así, su encanto para mí era su, ejem, simpatía, su locura, y la certeza de que no me iba a juzgar moralmente.  

La última vez que lo vi estaba comiendo sólo en un restorán cerca de mi casa. Lo acompañé mientras se comía un plato de carne y luego pasamos a comprar una botella de vodka que se tomó prácticamente solo en mi jardín. Me llamó la atención que 15 años después lo seguían obsesionando los mismos personajes. ¿En verdad te importa tanto Brugnoli? Llevas 45 minutos hablando de él, esas anécdotas están anquilosadas, no hay nada nuevo que estrujarles, y el personaje se ha vuelto irrelevante. Nada lo frenaba. Le gustaba escucharse a sí mismo, pero aunque no lo pareciera él también escuchaba desde atrás. Podía repetir diálogos textuales y era un buen imitador, de esos que transmiten una tesis psicológica acerca el sujeto imitado, lo que resulta curioso ya que para eso tenía que enfrentarse a sus propias peculiaridades del habla.

Odiaba era la charlatanería. Recuerdo un chiste que me contó, me dijo que era el mejor chiste que había escuchado: «Una mujer está acostada con su amante en su cama matrimonial. Entra el marido, los sorprende y le pregunta: ¡¿Y esto qué significa?! La mujer entonces mira a su amante y le dice: No te dije que era un estúpido.»

Lo recuerdo cojeando con algo parecido a la gota. Recuerdo ataques de pánico en el medio de la calle que lo dejaban suspendido, sin poder avanzar. Lo recuerdo como un devorador de diarios, de revistas y de libros muy diversos. Le gustaba también el cine de todo tipo, lo que estrenaran, veía. El mundo digital, en cambio, le fue ajeno, lo que no lo liberó de detestarlo. Tenía una visión pesimista de la cultura de internet y de las redes sociales especialmente. Serían el fin del pensamiento. Tal vez tenía razón, al menos del tipo de pensamiento que a él le interesaba. Lo más probable es que hubiera cierto grado de resentimiento por su incapacidad de participar del mundo digital porque nunca aprendió a usar un computador. Tampoco a escribir a máquina, sus libros, sus columnas, fueron escritos enteramente a mano o bien, dictados. Algo de él se quedó detenido en el siglo XX. Era una especie de anacronismo, a pesar de estar al tanto de casi todo.

Quisiera haberlo visto hace poco una última vez. Sé que se juntaba con Hugo Cárdenas y un chico llamado Antonio Urrutia en la casa de Manuel Torres, muy cerca de donde vivo yo. Hace unos meses me encontré con Torres en la feria libre y le pedí que me invitara a una de estas tertulias. Me dio la impresión de que estaba entusiasmado con la idea, pero me equivoqué, nunca me llamó.

Por ahí alguien dijo que era el último punk. Y sí, ahora ser punk es cosa de mujeres y de locas, no de caballeros.

Qué pena que no vaya a haber un entierro, maldito bicho. Que pena que el único lugar para colgar nuestros recuerdos de él sean las redes sociales de las que se excluyó. Todos esos “vuela alto” en todas esas publicaciones de Facebook. ¿Qué mierda significa eso? Como si el alma se transformara en paloma. Estoy segura de que Machuca preferiría transformarse en gusano que en paloma. Podría apostar a que despreciaba todo lo que tuviera que ver con palomas, y que ese cliché aplicado a su persona suspendería su repudio a lo sentimental y lo haría llorar.  

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