Era la noche de un día de aquellos. Había pasado la mañana en cama, sin querer siquiera salir a recoger el diario al antejardín. Sin pensar en nada. Al medio día el hambre me obligó a salir, cosa que hice disimulando apenas el pijamas, sin lavarme la cara ni los dientes, caminando encorvada. En el café de la esquina comí un exceso de grasa y carbohidratos que instantáneamente me dio acidez estomacal. Volví a la casa nauseosa y me sentí tentada a hundirme los dedos en la boca para hacerme vomitar. Pero no lo hice. No estoy en edad de sumarle bulimia a mis achaques, pensé. Una decisión cuerda en ocasiones tiene como repercusión una segunda. Por asociación de ideas se me ocurrió montarme en la bicicleta fija a quemar una fracción miserable de 2500 calorías que me había zampado al desayuno. A los 10 minutos sentí que me moría. El entrenamiento cardiovascular me ha servido para saber que por mucho que sienta que me voy a morir, lo de morirse no es tan fácil. Así que pedaleé otros 10 minutos y luego me acosté a ver televisión. Entonces me sentí libre para llorar. Y lloré, lloré, lloré toda la tarde. Porque en un réclame de mantequilla una niña perdía un globo de helio. Porque Gregory House tuvo una infancia terrible. Por el futuro de unos muchachos que pusieron una bomba de ruido en un redbank. Porque me acordé de mi abuela. Por una amiga que me dijo que me llamaría y no lo hizo. Por un niño calvo que vi hace unas semanas atrás. Porque la vida cruel. Por cualquier cosa.
Cuando volvieron mis hijos de su fin de semana con el papá los mandé a gritos a la cama porque era demasiado tarde y mañana hay que madrugar, me peleé a gritos con mi ex marido por traerlos a esa hora y luego lloré un poco más, sumida en sentimientos de culpa.
Sabía que me iba a “enfermar”, como decía cuando adolescente. Es decir, sabía que me llegaría la regla, que me tocaba menstruar, y que toda esta estúpida sensiblería se debía en buena medida al Síndrome Pre Menstrual. ¿Cómo lo sabía? No hay que ser Dr House, ni siquiera haber estudiado medicina. Es tan fácil de diagnosticar como un resfrío. Me ocurre una vez al mes. Aunque últimamente las crisis son más intensas y más largas, reconozco sus síntomas desde hace años y también sé cuándo pasarán. “Enfermarme” sería la cura, sólo debía esperar, lo que me ayudaba a descartar el suicido.
Mientras esperaba, entonces, autorreferente como estaba, obsesionaba con mi labilidad emocional, mi cuerpo hinchado, mi mente frágil, me puse a leer en Internet lo que encontrara sobre el síndrome premenstrual. Así fue como llegué a www.sindromepremenstrual.com, el sitio del dr Jorge Lolas.
“¡Qué chistoso!”, pensé, y por primera vez sonreí, que el dr se llame lolas. En Argentina le dicen lolas a los pechos y aquí en Chile les decimos a las jovencitas, en cualquier caso es un nombre muy ad hoc para un ginecólogo dedicado a investigar el síndrome premenstrual. Y con una teoría propia: “un nuevo enfoque”, promete él. “Mejor”, pensé, lo del nuevo enfoque, porque había hablado ya con mi siquiatra, con uno de los siquiatras a los que he acudido llorando en los últimos años, sobre el síndrome pre menstrual y lo cierto es que él no me dio ni una pelota. Me dijo algo así como que el síndrome premenstrual es parte de un cuadro ciclotímico que me describía y que los antidepresivos que tomaba me deberían ayudar.
Pero el hecho es que es no lo hacen. Por lo que “un nuevo enfoque” sonaba a promesa. En la primera entrada al portal me encuentro con una foto pequeñísima del dr que me parece rara, muy rara, pero los doctores a veces son así: parece como si se hubiese desparramado sobre la silla, como si estuviera agotado. No me importa, me pongo a leer. La teoría del dr Lolas, en breve, es la siguiente: “el SPM es una enfermedad generada por secreciones tóxicas, producto de una infección crónica al útero, que al estar enfermo, genera sustancias inflamatorias que al pasar al torrente sanguíneo, afectan todo el organismo, explicando con ello el complejo y amplio cuadro sintomático”.
Hipocondriaca y dueña de una salud de mierda como soy, el lenguaje de la medicina es mi segunda lengua, así que entendí perfectamente cuál era la novedad aquí. Si la mayoría de la gente cree, con o sin fundamento, que el síndrome premenstrual tiene que ver con las hormonas, éste sr Lolas piensa que no, que se debe a una infección. Seguí leyendo. Y “ha desarrollado un tratamiento (…) que permite una efectiva mejoría de las múltiples molestias del Síndrome Premenstrual producto de la enfermedad uterina, dando así término a toda una vida de fármaco-dependencia de millones y millones de mujeres en el mundo”
La espectadora de dr House que hay en mí supo de inmediato: si el problema es infeccioso, la solución ha de ser antibiótica. ¡Qué sencillo! ¡Qué maravilla! ¡Wow!
Pero, no sé por qué, antes de irme a la página de “tratamiento” me fui a la página “síntomas”. Mentira, sí sé por qué. Para soñar con una vida mejor. La caída del pelo, la jaqueca, el antojo por carbohidratos, la irritabilidad, el déficit atencional, el hormigueo en las piernas, la falta de deseo sexual y la ninfomanía, las palpitaciones, el dolor de espalda, los nódulos transitorios en las mamografías, déficit de magnesio, entre muchos que padezco o no. Mi entusiasmo me hizo pasar por alto el hecho de que sé muy bien que el 99 por ciento de la población del planeta tiene déficit de magnesio. Pero no logré dejar pasar lo de la ninfomanía. Por muy beato que sea el viejo, pensé, no es muy riguroso utilizar criterios diagnósticos anacrónicos como ese. ¿O estará en el DSM-IV? Rápida búsqueda en Internet. Pues no, no está. En fin, qué importa que el tipo sea del opus dei, amish o lo que sea si tiene la cura milagrosa para el síndrome pre-menstrual.
Así que parto, ansiosa, a leer sobre el tratamiento. El Dr propone “antibióticos y antiinflamatorios, criocirugía o electrocirugía aplicadas en forma profunda e intensiva, complementada con fisioterapia” pero decide no detallar la forma de los tratamientos ya que “constituye una materia que debe ser abordada en extenso, puesto que requiere de un periodo de adiestramiento y experiencia clínica en el manejo de este tipo de patología”. El dr Lolas es la única persona en todo el planeta que sabe cómo realizar el procedimiento. ¡Qué suerte tengo de haber dado con él! ¡De vivir en Santiago de Chile! ¡Y de creerle!
Sí, porque empiezo a sospechar que no todos le creen. Claro, el tipo es un charlatán, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Su espantosa página web está llena de fotografías de tejidos de úteros enfermos. ¿Dónde está la evidencia? Dice que ha estado investigando durante décadas, pero ¿qué tipo de investigaciones ha llevado a cabo? ¿Cuál fue el protocolo de sus estudios clínicos? ¿Quién lo ha controlado? ¿Dónde están? No será la medicina una ciencia exacta, pero tampoco basta tener un cartón y ocupar su lenguaje para diferenciar sus “descubrimientos” de los de cualquier curandero.
Cerré la página decepcionada. Pero otro día volví a abrirla, habiendo alimentado la desesperación con ilusiones, suspendidas las dudas. Un cambio de vida. Sólo eso. Adelgazar por fin. Estar contenta. Volver a sentirme como a los 17. Mi piel perfecta. Que los niños se hayan ido de casa aunque tengan diez años. Ganarme la lotería y una cirugía de nariz. Toda puesto en el dr Lolas. Llamaré.
Yo: ¿Cuánto vale el tratamiento?
Secretaria: Para cada persona es distinto
Yo: Aproximadamente, un promedio.
Secretaria: No puedo decirle, tiene que hablar con el dr.
Yo: Bueno, deme una hora con el dr.
Corté sintiéndome vencida en el primer round. Una semana después me llegó un correo de mi agenda recordándome que a las tres de la tarde tenía cita con el Dr. Lolas. ¡Diablos!, pensé, justo hoy. Tenía que terminar un trabajo para el día siguiente, estaba atrasada. Pero a pesar del atraso y del escepticismo, hubo un sentimiento que me arrojó a la consulta del doctor. Ya no era la esperanza de un cambio de mi vida. No estaba en la fase premenstrual, obviamente. No. Ahora era pura y llana curiosidad por el sujeto de la página web. Por el señor de bata blanca desparramado sobre la silla con cara “me importa un huevo lo que piense usted de mí”. En fin. Espero estar de vuelta en una hora.
El Instituto de Investigaciones Ginecológicas era una oficina ubicada en un moderno edificio en la calle Tabancura. Hasta ahí todo bien. Pero abrías la puerta y las cosas empezaban a empeorar. Por adentro parecía la casa de un viudo que no había cambiado nada desde muerta su mujer. Todo viejo, anticuado y polvoriento. En fin. Me senté en la sala de espera y alcancé a tomar una carta al director de La Tercera escrita por el Dr Lolas amplificada y plastificada. Debe estar muy orgulloso de su publicación, pensé. Pero no alcancé a leerla porque me mandaron a llamar.
El sujeto que me recibió era el mismo que el desparramado de la foto pero con unos 20 años más. Junto a él había una mujer de bata blanca –otra doctora, calculé a la rápida—que parecía de su misma edad (setenta y tantos). No me la presentó, pero la saludé, le di la mano a ambos. Lolas se sentó en una gran silla tras un gran escritorio cubierto por un gran vidrio bajo el cual había fotos de úteros enfermos y otras láminas curiosas. La mujer se sentó en un pequeño banquito enclenque. A mí me invitaron a sentarme también.
Pero antes el Dr me dijo: ¿Por qué viene tan seria?
¡Qué pregunta tan imbécil! ¿Qué pretende este huevón? Por suerte soy seria, a diferencia de él. ¡Qué payaso! Mi irritación crecía por segundos. Si es que estaba ahí era por idiota, por caer en una trampa que yo misma me había montado. Cuando sonó la alarma de mi celular recordándome la cita con el doctor mi primera reacción fue: “No vayas”. Estaba trabajando de cabeza en un informe que tenía que entregar al día siguiente y el tiempo no me iba alcanzar. Pero, en fin, ya estaba aquí, con un ánimo bien distinto al que al que dos semanas atrás me había llevado a pedir la hora.
Pedí la hora un lunes, después de un fin de semana “de aquellos”. Había pasado la mañana en cama, sin querer siquiera ir a recoger el diario al antejardín. Al medio día el hambre me obligó a salir a la calle, cosa que hice disimulando apenas el pijama, sin lavarme la cara ni los dientes, caminando encorvada. En el café de la esquina comí un exceso de grasa y carbohidratos que instantáneamente me dio acidez estomacal. Volví a la casa nauseosa y me sentí tentada a hundirme los dedos en la boca para hacerme vomitar. Pero no lo hice. “No estoy en edad de sumarle bulimia a mis achaques”. Una decisión cuerda en ocasiones tiene como repercusión una segunda. Por asociación de ideas se me ocurrió montarme en la bicicleta fija a quemar una fracción miserable de las 2500 calorías que me había zampado al desayuno. A los 10 minutos sentí que me moría. El entrenamiento cardiovascular me ha servido para saber que por mucho que sienta que me voy a morir, lo de morirse no es tan fácil. Así que pedaleé 10 minutos más y luego me acosté a ver televisión. Entonces me sentí libre para llorar y lloré toda la tarde. Porque en un réclame de mantequilla una niña perdía un globo de helio, por el futuro de unos muchachos que pusieron una bomba de ruido en un redbank, porque traté de acordar de la voz de mi abuela sin suerte, por una amiga que me dijo que me llamaría, por un niño calvo que vi hace unas semanas, por cualquier cosa.
Cuando volvieron mis hijos de su fin de semana fuera los mandé a gritos a la cama porque era demasiado tarde y al día siguiente había que madrugar, me peleé a gritos con mi ex marido por traerlos a esa hora y luego lloré un poco más, sumida en sentimientos de culpa por lo de la gritería. Sabía que me iba a “enfermar”, como decía cuando adolescente. Es decir, sabía que me llegaría la regla, que me tocaba menstruar, y que toda esta estúpida sensiblería se debía en buena medida al Síndrome Premenstrual. No hay que ser Dr. House, ni siquiera haber estudiado medicina. Es tan fácil de diagnosticar como un resfrío. Me ocurre una vez al mes. Aunque últimamente las crisis son más intensas y más largas, reconozco sus síntomas desde hace años y también sé cuándo pasarán. “Enfermarme” sería la cura, sólo debía esperar, lo que me ayudaba a descartar el suicido. Mientras esperaba –autorreferente, como estaba, obsesionaba con mi labilidad emocional, con mi cuerpo hinchado y mi mente frágil– me puse a leer en Internet lo que encontrara sobre el síndrome en cuestión. Así fue como llegué al sitio del Dr. Jorge Lolas: www.sindromepremenstrual.com.
Por primera vez en el día sonreí: “¡Qué chistoso que el doctor se llame Lolas!”. En Argentina le dicen lolas a las tetas y aquí en Chile les decimos así a las jovencitas. En cualquier caso me pareció muy ad hoc para un ginecólogo dedicado a investigar el Síndrome Premenstrual. Prometía teoría propia, “un nuevo enfoque”. “Mejor”, pensé, “lo del nuevo enfoque”, porque habiendo hablado ya con otros ginecólogos, con endocrinólogos y siquiatras, tenía claro que de los enfoques tradicionales no debía esperar nada.
En la página de inicio del portal estaba esa foto extraña del doctor desparramado sobre el sillón. Nada sonriente, como si estuviera agotado, como si lo hubieran desinflado, pero los doctores a veces son muy raros así que no me importó y me puse a leer. En breve, la teoría de este señor Lolas era la siguiente: El Síndrome Premenstrual es provocado por una infección crónica en el útero que produce secreciones tóxicas que al pasar al torrente sanguíneo afectan a todo el organismo generando un complejo y amplio cuadro sintomático.
Hipocondriaca y dueña de una salud de mierda como soy, el lenguaje de la medicina es mi segunda lengua, por lo que entendí a la perfección cuál era la novedad aquí. Mientras en la ciencia médica existe consenso acerca de que el Síndrome Premenstrual está directamente relacionado con las hormonas, éste señor Lolas piensa que no, que se debe a una infección. Seguí leyendo. Decía textual: “Y ha desarrollado un tratamiento que permite una efectiva mejoría de las múltiples molestias producto de la enfermedad uterina, dando así término a toda una vida de fármaco-dependencia de millones y millones de mujeres en el mundo.” Si nada de eso despertó mi sospecha, es porque súbitamente ante mí se abría una esperanza: era la visitante número un millón a esa página web y tenía el boleto premiado sin siquiera haberlo comprado. Bueno, número un billón, o un poco más, qué importa. Si todo esto es cierto, pensé, prefiero al Dr. Lolas que el premio gordo de la Lotería.
Obnubilada por el entusiasmo, en vez de cliquear en la página “tratamiento”, lo sensato, fui primero a darme una vuelta a la lista de “síntomas”. Ahí encontré exactamente lo que andaba buscando: la enumeración interminable de todos mis achaques, todo lo que sería suprimido por el doctor con una bomba de antibióticos, según imaginaba. Pasé por alto el hecho de que entre los síntomas aparecieran cosas tan curiosas como el déficit de magnesio, sabiendo yo que el 99 por ciento del planeta padece déficit de magnesio, o el dolor de espalda, mal del siglo, pero no se me escapó que se mencionara la ninfomanía como síntoma del Síndrome Premenstrual, la ninfomanía y la frigidez.
Por muy beato que fuese el viejo, no me pareció nada riguroso que utilizara criterios diagnósticos anacrónicos como aquél. ¿O estará en el DSM-IV? Rápida búsqueda en Internet. Pues no, no lo estaba. En fin, qué importaba que el tipo fuese del Opus dei, Amish o cualquier cosa si tenía la cura milagrosa para el Síndrome Premenstrual. Así que seguí leyendo. El tratamiento propuesto por el doctor era una mezcla de “criocirugía, electrocirugía, antibióticos y antiinflamatorios, aplicados en forma profunda e intensiva y complementados con fisioterapia”, pero decidía no detallar la forma de los tratamientos puesto que constituía “una materia que debía ser abordada en extenso y requería de un periodo de adiestramiento y experiencia clínica en el manejo de este tipo de patología”. En suma, doctor Lolas era la única persona en todo el planeta que sabía cómo realizar el procedimiento. Qué suerte tengo de haber dado con él, de vivir en Santiago de Chile, y de creerle, pensé, porque ya empezaba a sospechar que debían ser muy pocos los que le creían.
Por supuesto, el tipo es un charlatán. Llevaba una hora navegando en su espantosa página web, ¿cómo diablos no me había dado cuenta antes? Estaba llena de fotografías de úteros con tejidos enfermos. Había un apartado de testimonios que nada tenía que envidiarle a los de Llame Ya! de la TV. ¿Dónde está la evidencia? Dice que ha estado investigando durante décadas, pero ¿qué tipo de investigaciones ha llevado a cabo? ¿Cuál fue el protocolo de sus estudios clínicos? ¿Quién lo ha controlado? No tiene ni un puto paper publicado. No será la medicina una ciencia exacta, pero tampoco basta tener un cartón y adoptar su lenguaje para diferenciar tus “descubrimientos” de los de cualquier curandero. La única evidencia aquí era la de mi propia estupidez y ella me abofeteó la cara.
Cerré la página decepcionada, pero al día siguiente volví a abrirla. Habiendo alimentado mis ilusiones con desesperación y mi desesperación con ilusiones, una vez más, suspendí la incredulidad. Un cambio de vida. Sólo eso. Adelgazar por fin, estar contenta, volver a los 17, mi piel perfecta, que los niños se hayan ido de casa aunque tengan diez años, ganarme la lotería y un empleo medio tiempo estupendamente bien pagado. Todo junto.
–¿Cuánto vale el tratamiento?
–Para cada persona es distinto.
–Aproximadamente, un promedio.
–No puedo decirle, tiene que hablar con el doctor.
–Bueno, deme una hora para dos semanas más.
Corté sintiéndome vencida en el primer round. Cuando sonó la alarma de mi teléfono recordándome que a las tres de la tarde tenía cita con el Dr. Lolas, pensé: “¡Diablos!, justo hoy”. Cerros de papeles sobre el escritorio, atrasada con el trabajo para variar. A pesar de todo esto, algo me arrojó a la consulta del doctor. No la esperanza de un cambio de vida, ya no estaba premenstrual, obviamente. Ahora era pura y llana curiosidad por el sujeto de la página web, por el señor de bata blanca desparramado sobre la silla con cara “me importa un huevo lo que piense usted de mí”. En fin. Partí con la ilusión de estar de vuelta en casa en una hora.
–¿Por qué viene tan seria?
–Soy así, Doctor. Buenas tardes.
–Siéntese, cuénteme, ¿qué la trae por acá?
–El Síndrome Premenstrual—digo. Genio—pienso.
–Mmm. ¿Ah, sí? Conozco su historia, es la de miles de mujeres en el mundo…
Y comenzó a recitarme el contenido de su página web, intercalándolo con preguntas retóricas dignas de un experto en quiromancia mientras yo paseaba la vista las imágenes por tejidos de tejidos pútridos hasta que la sonrisa torcida se me desarmó, haciéndome ver aún más seria. Entonces sacó su listado de síntomas y comenzó un interrogatorio.
–¿Pérdida de cabello?
–Sí.
–¿Antojo por carbohidratos?
–Sí.
–¿Hinchazón en la zona abdominal?
–Sí.
–¿Irritabilidad?
–Sí, bastante.
–¿Comportamiento inadecuado?
–Ejem.. No.
–¿Está segura?
–Disculpe, doctor, no creo que exista consenso sobre lo que es adecuado, pero no importa, ¿podemos dejar pasar ésa?
–¿Usted a qué se dedica?
–Soy periodista.
Vi en ese momento como un mal disimulado temor se apoderaba de su gesto. Me dieron ganas de preguntarle, ¿por qué se pone tan serio? Pero resistí la tentación, no quería alargar esa consulta satánica ni un minuto más de la cuenta.
–¿Separación matrimonial?
–Sí—volví a sonreír, no pude evitarlo. ¡Vaya síntoma!
–¿Cefaleas?
–Mucho.
–¿Alcoholismo?
–Yo no diría eso.
–¿Hipoglicemia?
–Sí.
–¿Sabe lo es?
–Sí.
–¿Histeria?
–(Carcajada) No.
–¿Sabe lo que es?
–Pues sí.
–¿Y cómo sabe?
–Cultura general.
Entonces, craso error, me pidió que leyera en voz alta un texto absurdo, escolar, sobre la histeria, apuntando sobre todo a su relación con el útero, con el útero enfermo. Pero no pude terminar de leerlo porque me dio un ataque de risa. Incómoda, muy incómoda, porque el doctor y la señora de bata blanca permanecían muy serios.
–Ya ve que tan seria no soy. ¿Usted es doctora?– le pregunté a ella.
Después de interrogarlos entendí que estaba ahí porque es mejor que en las consultas ginecológicas haya una mujer, pero que además ella era la mujer de Lolas. Vaya, pensé, un negocio familiar. Entonces quise saber los precios y en qué consistía el tratamiento.
A esa altura estaban convencidos de que algún medio me había mandado a reportear y el intercambio resultaba extremadamente parco, pero algo les logré sacar. A las pocas que caen en sus garras, tan desesperadas como yo, pero que de la histeria no saben nada, les meten la mano en el bolsillo durante años, porque las criogenias y microcirugías y no sé que más se han de repetir cada cierto tiempo. Se practican en la misma consulta polvorienta con unas jeringota que te clavan en el útero con hielo, antibióticos y antinflamatorios y te dejan en cama durante un mes.
–Lo siento, creo que no, que no es para mí.
Ahí vino lo peor. Lolas se paró de la silla y comenzó a recitar que si quería vivir con esos síntomas invalidantes por el resto de mi vida era mi problema, que el dinero no era tanto comparado con la cantidad de medicamentos que tendría que comprar y la cantidad de especialistas diversos que tendría que visitar, que nunca lograría vivir en paz. Lo miré perpleja. Ni lo de la histeria me había preparado para una maldición gitana. Hice un cheque por 45 mil pesos y salí. Me sentía idiota, es cierto, la más idiota de todas las idiotas, pero no pude evitar reír.