Querido amigo, hermano, camarada, compañero de tantas horas, labores, alegrías y desgracias. Son muchos tus amigos y colaboradores que querían estar aquí hoy junto a ti, a Soledad, a Javiera, Rodrigo y las niñitas para acompañarlos. No han podido hacerlo. Es una paradoja que a ti, que siempre estuviste muy cerca de todos nosotros, hoy tengamos que despedirte guardando la distancia.
Es verdad: fuiste para muchos el amigo más próximo, el que mejor nos escuchabas, el primero en socorrernos. Ser amigo tuyo era, de alguna manera misteriosa, ser además amigo de tus amigos, en una red de afectos y comunicaciones que nunca dejaba de crecer.
Éstos días, mientas íbamos despidiéndonos, pensé muchas veces de qué hablábamos más: si de la familia y la resistencia inaudita de Soledad; o la preocupación que sentías por Javiera y no poder seguir mucho tiempo más a su lado; o de Stéfano y lo mal que lo estaría pasando; o de los amigos comunes; o de la política que siempre compartimos como preocupación; o de la situación del mundo, en especial Europa y América Latina, que son parte de nuestra historia como generación; o bien de la sociología y nuestros trabajos; y últimamente, asimismo, de la fe y el dios oculto.
Miro hacia atrás y veo no sólo un largo recorrido de temas y conversaciones sino, además, de genuinas aventuras que vivimos y fueron constryuendo nuestra amistad, aventuras que solíamos recordar con afecto: la Feuc y la vida estudiantil de los sesenta, el nacimiento del Mapu, el golpe militar y la forma como afectó nuestras vidas, tu exilio con Soledad en Italia, el retorno a Chile, la Flacso y la fundación del Ceneca, nuestra participación en la renaciente sociología de la cultura latinoamericana con colegas y amigos de Argentina, Brasil, Colombia y Mexico, nuestros encuentros con la España de Felipe Gonzalez. Después de 1990, se sumaron las experiencias de echar andar el trabajo del CNTV, la publicación de libros, nuestro paso por la Moneda en labores ministeriales, la actividad académica en la UAI y el constante ir y venir por lecturas y viajes, el grupo de Pucón, las andanzas por Italia, el crecimiento de nuestros hijos primero y después de las y los nietos, la convivialidad de tantas cenas en diferentes lugares y ciudades.
Me emociona pensar la camaradería, la amistad y las innumerables horas de conversación, trabajo y proyectos que hicimos juntos y con nuestos amigos en común.
Por todo esto, siempre imagino a Carlos como un punto vital desde el cual parten múltiples ramificaciones en todas direcciones, y en donde se cruzan muchos caminos y trayectorias. Si como ocurre en cierto juego, para cada persona debe existir una ciudad que simboliza su personalidad y biografía, para mi Carlos sería la antigua Alejandría, ciudad de la memoria, cosmopolita, hecha de diversas culturas y pasiones, que sirvió de faro y fue hogar de muchos saberes acumulados, al cual las personas se acercan para reconocerse, compartir, buscar explicación y a veces consuelo.
Quizá porque escuchaba mucho y analizaba todo, y tenía la pasión de querer entender la sociedad alrededor suyo, Carlos fue un excelente sociólogo. Los que asistieron a sus clases y charlas, o conversaron seriamente con él sobre asuntos de opinión pública, consumo y estratos socio-culturales, saben que —dentro de la esfera de la cultura oral, que era donde se sentía a gusto, más que con la escritura— su comprensión sociológica era insuperable.
Es seguramente la explicación, asimismo, de que Carlos tuviera siempre a su alrededor discípulos, asistentes y colegas jóvenes. En cuanto a mi experiencia personal con él en este terreno, yo , que me siento más cerca de la escritura que de la comunicación oral, reconocí a lo largo de los años—en diferentes ocasiones—lo mucho que debo a Carlos, a nuestras conversaciones, a sus llamados telefónicos para discutir su último descubrimiento reflexivo, a sus sugerencias e insistencias.
Otra dimensión en la cual llegué a conocer a Carlos muy de cerca y a beneficiarme de su generosidad y lucidez, fue en su condición de consejero. No hay labor más delicada que aconsejar a otros en la esfera de las responsabilidades públicas. Hay que estar interiorizado de los asuntos que están en la agenda de decisiones, analizar y proponer diferentes cursos de acción, tener presente las posibles resistencias y probables consecuencias, todo esto sabiendo que al final del día será el otro quien se lleve el crédito de las decisiones acertadas mientras que el consejero suele cargar con la responsabilidad de la decisión equivocada o sus consecuencias negativas. Carlos conocía estos juegos y los jugaba con maestría, sin jamas reclamar para sí el reconocimiento ni rehuir el haber participado en el proceso. En este sentido era enormemente generoso y creo que, en su intimidad, entendía además perfectamente, y con cierta distancia irónica, las vanidades del poder.
Tanto para reflexionar nos deja Carlos.
Creo que estaba enojado y a ratos dolido con su país, la clase dirigente, su propia generación que es la nuestra. Se hacía cien preguntas respecto al camino que hemos seguido, antes y después del golpe; durante la transición y después; en la política y la economía; en los días del estallido de la violencia y ahora durante la pandemia. Discutimos cien veces sobre esto en términos de responsabilidades generacionales y el futuro de la nación. Igualmente, no paraba de preguntarse por el destino de Europa, la evolución política de su querida Italia, la suerte que correría la democracia en el próximo futuro, y cómo cambiaría el mundo del trabajo y del consumo con la revolución tecnológica en curso…
La iglesia católica era probablemente una preocupación especial de Carlos. Su manera religiosa de entenderse a sí mismo y a los demás—en un mundo desencantado y un occidente intensamente secularizado—, manera de la cual no hacía aspavientos, es otro hilo íntimo que recorre su existencia y que a veces compartía. Hablaba de su dios, su iglesia, su oración, su meditación; no son muchos quienes se expresan así, tranquilamente, con inteligencia y racionalidad moderna, pero aceptando que lo acompaña y lo trasciende una fe, que lo invitaba e interrogaba. Interpelado por la fe, por el sentido-de-la-fe: pienso que así te sentías en lo más profundo.
Llega sin embargo la hora de poner fin a este testimonio y de despedirse para bien. Cavafis, el poeta de aquella ciudad, Alejandría, con la que mi imaginación te asocia, escribió unos versos—para otra ocasión y con otro motivo—pero que hoy leo, amigo y hermano, pensando que se dirigen a cada uno de nosotros, tus compañeros en la vida:
Como preparado desde tiempo atrás, como valiente,
como te corresponde a ti que de tal ciudad fuiste digno,
acércate resueltamente a la ventana, y escucha con emoción, mas no
con los ruegos y lamentos de los cobardes,
como último placer los sones,
los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso,
y dile adiós, a la Alejandría que pierdes.
Adiós, querido Carlos.