A mediados del año pasado, en una conversación por WhatsApp que tuvimos, mi papá me dijo que no quería morir todavía, que iba a dar la pelea hasta el final. Y así lo hizo.
Vivió 98 años. Al final, este hombre tan fuerte, tan grande y poderoso fue disminuyendo lentamente, como una velita que se consume durante una larga noche. Su agonía fue larga pero quiero pensar que sin sufrimiento. No estaba enfermo, sólo estaba anciano, su cuerpo iba alcanzando la detención final que a todos nos espera.
A mis hermanos les digo:
Para honrar al papá debemos mantenernos unidos hasta el final de cada uno. Es lo que él quería. Nos juntó durante años en su casa los sábados a almorzar, a pesar del esfuerzo que al final significaba para él. Nosotros éramos lo más importante en su vida y nos lo demostró de una y otra vez. Siempre que lo necesitamos, estuvo con nosotros; y en momentos de dolor o de angustia, nos acogió generosamente. Fue un padre exigente, es verdad, pero la exigencia era una expresión de su cariño, en el fondo siempre nos aceptó tal como éramos, y se sintió orgulloso de nuestros logros, por menores que fueran.
Los invito, hermanos, a seguir su ejemplo en la etapa que tenemos por delante, manteniéndonos física e intelectualmente activos.
Recordemos, aquí, que él caminó una hora diaria desde los 40 hasta los 90 años, por lo menos. Recordemos cómo se mantuvo al día en los avances de la tecnología, como utilizó Facebook para contactar a sus parientes Wellman del sur de Chile de quienes no tenía noticia desde hacía años.
Leía con interés y fascinación sobre ciencia, tecnología, sobre los acontecimientos mundiales y nacionales, lo que le permitía no sólo aportar a la conversación sino también liderarla en los almuerzos de los sábados. Su afán por mantenerse informado, por conocer, por aprender se mantuvo intacto.
Cuando, hace unos tres años atrás, compartió con nosotros su frustración porque había dejado de entender ciertas cosas que leía (los desarrollos en inteligencia artificial, por ejemplo) fue un momento triste. Se daba cuenta de que la ancianidad le iba ganando las partidas. Pero su sensibilidad se mantuvo intacta. En los últimos años se aficionó a la poesía. Buscaba los poemas en Google poemas de Rubén Darío, de Amado Nervo y otros similares, a los que probablemente había leído en su juventud, los imprimía y los compartía con nosotros.
No era un hombre especialmente sociable. Tuvo pocos amigos íntimos, entre los cuales me atrevo a contar a su hermano Alfredo, Vicente de la Fuente, Max Burr, su cuñado Mario Perry y Raúl Herrera. Sin embargo, con nosotros, sus hijos, con sus hermanos, y con los amigo que tenía, se comunicaba muy bien. Tenía mucho sentido del humor, era muy cariñoso. Y era un gran conversador.
Siempre lleno de ideas y anécdotas de todo tipo. De niñez en Puerto Montt, de su adolescencia en el colegio San Ignacio, de su pena por la muerte de su padre, Alfredo Espinosa Valenzuela, cuando éste tenía 46 años y él solo 17. Fue como si alguien le quitara la alfombra de debajo de sus pies, decía. También le gustaba hablar de su juventud, de su época de estudiante de Ingeniería de la Universidad Católica, de su pololeo con la mamá, cuando él era un buenmozo muchacho de 18 años y ella una preciosa chica de 17.
Esa unión duró más de 60 años. Tuvieron que enfrentar muchos dolores. La polio que afectó a Raúl cuando tenía 11 meses, poco antes de que saliera la vacuna. El parto complicado de Sergio que lo dejó con hemiplegia, leve, pero que le ha complicado la vida. La muerte trágica de mi primer marido. Todo esas cosas fueron sin duda difíciles para todos en la familia, pero importa recordar la entereza con que las enfrentaron, y el apoyo que recibimos siempre. Su actitud de ellos me ha servido a mí para manejar las dificultades de mis propios hijos con aceptación y sin tragedia.
También le gustaba recordar sus tiempos de profesor, y luego de decano, en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Católica. Pienso que esa fue su vocación más fuerte. Sus alumnos lo recuerdan con cariño y admiración, como un profesor exigente pero justo, nos han dicho muchos de ellos.
A propósito de eso quiero leerles un mensaje que me llegó ayer de mi gran amigo Guillermo Agüero.
[MENSAJE]
Su paso por la Copec, “la Compañía”, como él la llamaba, donde trabajó durante al menos tres décadas, fue exitoso y a la vez conflictivo. Ahí se desarrolló desde abajo hasta llegar a ser gerente general durante 10 años.
Su salida de ahí no fue fácil para él. Afortunadamente, en sus últimos años, pudo procesar lo que pasó, se reconcilió en su interior con quienes se había enfrentado en ese entonces, y entendió que haber salido de ahí fue lo mejor que podría haber pasado. El actuó conforme a su visión de la empresa y que esa visión ya no era compartida por los que venían detrás de él ni por los accionistas principales. Personas de otra generación, con otros valores.
Después de dejar “la compañía”, trabajó durante algunos años más, antes de retirarse para poder dedicarse 100% a acompañar y cuidar a la mamá. Ese será el recuerdo más potente de nosotros los hermanos, el que le agradecemos más profundamente. Pagó todos sus pecados, bromeábamos a sus espaldas.
Cuando la mamá murió él tenía 84 años. Aun era un hombre fuerte, lúcido, buen mozo y entretenido. Podría haberse casado de nuevo para vivir acompañado sus últimos años. Sin embargo, prefirió vivir una vida recluida, relacionándose principalmente con sus hijos, su hermano Alfredo, al que quería muchísimo, los empleados de la casa, sobre todo Juan su conductor y sus cuidadores, Rita y Jonathan. Aprovecho de agradecer aquí a estos últimos la abnegación y cariño con que cuidaron a mi padre hasta el final.
Para terminar quiero recordar un fragmento que el nos el nos recitaba de un poema de XX que había aprendido con los jesuitas en el San Ignacio:
Y tras la paletada, nadie dijo nada… nadie dijo nada…
* Esta foto fue tomada un par de años antes de morir él. Están los dos, Raúl y su hija Mónica, además de su bisnieto, mi sobrino Diego.