Entrevista a Jean Echenoz sobre Ravel

Por Guadalupe Nettel, 2007

Jean Echenoz (Orange, 1947) vive en París desde 1970. Después de varios años de indecisión, publicó, en 1979, su primer libro. Desde entonces, ha publicado ocho novelas y recibido una gran cantidad de premios, entre ellos el Médicis (1983) por Cherokee y el premio Goncourt (1999) por Me voy. Anagrama acaba de publicar su novela Ravel (premio François Mauriac 2006), quizás su libro más emotivo. Se trata de un libro a medio camino entre la novela y el relato biográfico, donde la pasión que Echenoz ha sentido siempre por la música adquiere un papel preponderante.

¿De dónde le viene esta fascinación por la música que aparece en varios de sus libros?

Mis padres eran aficionados a la música clásica y he escuchado música desde mi infancia. Mis dos abuelos tocaban el piano, mi madre también. Recuerdo que una de las primeras cosas que escuché con verdadera atención –debía tener unos seis o siete años– fue la obra de Ravel. Después descubrí el jazz, más o menos a los catorce años. Es algo muy importante para mí que me ha acompañado a lo largo de mi vida. Me hubiera gustado ser músico, toco el contrabajo, pero es una carrera muy exigente y me faltaba disciplina. Así que me dediqué más a mi otra pasión de adolescencia, la literatura. Creo que estas dos pasiones se unieron muy pronto.

¿Piensa que esta pasión por la música ha influenciado su manera de escribir?

Sí. Estoy seguro de ello. Siento que algunos músicos han tenido sobre mí una influencia literaria, por su manera de construir las melodías y de ritmar las cosas, por su forma de poner síncopes o de introducir los cambios de velocidad. Creo que esto, ya sea de manera consciente o inconsciente, jugó un papel fundamental. Además, mientras preparaba este librito a propósito de Ravel también me propuse oírlo de forma sistemática, como una invocación. Me gusta que se sienta esta relación estrecha entre la escritura y la música. Hay atmósferas de algunas piezas para piano solo que tenía ganas de transponer.

¿Se propuso desde el principio escribir sobre un compositor o fue el personaje de Maurice Ravel en particular lo que llamó su atención?

Cuando empecé a pensar en este libro, no sabía ni siquiera que iba a centrarse en un personaje. Sólo tenía claro que hablaría de los años treinta. Me interesaba mucho esa década tan sombría políticamente y a la vez tan luminosa y efervescente en términos de expresión artística, marcada por el nacimiento del cine parlante, las novelas de Faulkner y de Conrad, la presencia de Gide y de los surrealistas. Sin embargo, poco a poco, la figura de Maurice Ravel se fue imponiendo cada vez más. Cuanto más investigaba sobre él más opaco y misterioso me parecía, así que poco a poco empecé a obsesionarme con su vida. Visité una casa en las afueras de París donde él había pasado varios años, leí todas sus biografías, sus diarios, su correspondencia.

¿También leyó los partes médicos?

Sí. El origen de la enfermedad de Ravel era para mí todo un tema. Ha sido objeto de estudio de tesis de medicina, de ensayos, se han hecho muchas hipótesis al respecto, se piensa que es una variedad de Alzheimer, pero no se sabe nada con precisión. Sigue siendo un enigma para la medicina. Lo examinaron lo dos mejores neurólogos de aquel tiempo. Uno de ellos le abrió el cráneo y se lo cerró a los pocos minutos, sin hacerle nada. Estoy convencido de que lo único que deseaba era ver el cerebro del mejor músico de Francia. Ravel era a la vez muy mundano y muy solitario, al mismo tiempo muy exigente con su música y alguien a quien le costaba ponerse a trabajar. Su vida amorosa también sigue siendo un gran misterio, quizás simplemente no tenía. Es un personaje con muchas máscaras y eso despertó mi curiosidad. Vi muchas fotografías y no dejaba de sorprenderme su aspecto físico tan frágil, su mirada como un acertijo. Cuando me di cuenta, Ravel ya había acaparado el espacio de toda la novela.

En este libro se siente una emoción que no estaba presente en sus novelas anteriores. El final de Ravel es muy triste aunque no haya descripciones realmente trágicas.

Supongo que es porque que se trata de un drama verdadero que le ocurre a alguien que existió realmente y que además produjo una de las músicas más conmovedoras –al menos desde mi punto de vista. Y es verdad que al escribirlo, sentí momentos de emoción mucho más intensos que los que había sentido en los libros anteriores. Aquí se trataba de una persona real, aún si la estaba reinventando como un personaje casi imaginario. Sobre todo al final del libro hubo muchos momentos en lo que sentía un nudo en la garganta.

Cuando se publicó el libro dijeron: “se trata de un autorretrato disfrazado” y me dije: “Los críticos son idiotas”, pero después pensé que probablemente tenían razón. Lo que me interesaba de Ravel tenía mucho que ver conmigo: su manera de aburrirse, su relación con la soledad y con el trabajo, sus neurosis.

¿Por qué eligió centrarse en los últimos diez años de su vida?

Los diez últimos años corresponden al momento culminante de su gloria y a su desaparición. El momento en que convergen su grandeza y su fragilidad máximas.

No quería hacer una biografía de Ravel. Ya se han escrito varias, y algunas son muy buenas. Me propuse un experimento nuevo para mí: hacer ficción partiendo de un personaje real al que iría reinventando.

Recientemente, usted aseguró sentirse algo cansado de la ficción… y he notado que cuando se refiere a Ravel, dice “ese libro” no “esa novela”.

Es verdad. Yo ya no tengo ganas de limitarme al género tradicional de novela. Quizás vuelva, no lo sé. Lo que sí sé es que por el momento me cuesta nombrar personajes de ficción, ya no tengo ganas. En una época lo disfrutaba muchísimo, pero ahora me interesa menos la fabricación de un personaje totalmente imaginario. Ahora me apetece basarme en vidas reales, en historias de personas que existieron verdaderamente, pero no para hacer historia, periodismo o biografías, sino para ampliar el campo de la novela, de lo que se puede hacer con la narración. De todas maneras, cuando narramos un hecho que sucedió realmente, lo estamos reinventando, ¿no es cierto? Lo que quise hacer en Ravel era reinventar la realidad para hacer una ficción que correspondiera con la realidad, o volver la realidad tan soñadora como puede ser una ficción. Por otro lado, la ficción nunca es absoluta. Las novelas que escribí antes y que se consideran como ficciones puras, siempre se basan en la vida real o en la vida de los otros, es una especie de robo, de interpretación y de montaje.

¿No siente que estamos en un momento en el que los escritores juegan mucho más con lo que es ficción y no ficción?

Es verdad. La literatura se limita cada vez menos a los géneros clásicos. Por ejemplo Vila-Matas, quien juega mucho con la historia literaria, o Kapuscinski, cuyos libros leo tan sólo desde hace dos o tres años pero que me fascina por su manera de transformar experiencias vividas en objetos literarios. Por suerte, los escritores hemos ganado cierta libertad en ese sentido y me interesa que podamos ampliar cada vez más el espacio de libertad en la escritura.

De hecho, cuando le llevé este libro a mi editor en París, yo no sabía como qué catalogarlo. No sabía si debajo del título debía poner “novela”, “relato” o nada. Fue el editor quien decidió que era una novela. Esto se justifica porque mi intención era ocuparme de un personaje real como si fuera un personaje que había inventado yo mismo. Pero a la vez, era importante no dejarse ir demasiado hacia la ficción. Debía ser muy obediente y permanecer muy apegado a la realidad de su vida, es decir en una línea muy incómoda entre lo que era verdad y lo que yo podía inventar. Al principio pensé que sería más fácil escribir un libro basado en hechos reales, pero al final fue mucho más difícil que escribir una novela. Ravel es el más pequeño de mis libros y al mismo tiempo el que más me ha costado escribir, junto con el segundo, que también fue muy difícil. Era mucho más limitante que escribir una novela puramente ficticia, pues tenía una doble restricción: siempre había que estar buscando el equilibrio entre la ficción que podía permitirme y la situación de obediencia en la que me encontraba respecto a la biografía real. Creo que si hay que llamar de algún modo al resultado final, se trata de una ficción en libertad vigilada. Me sentía vigilado no por Maurice Ravel sino por la estructura del libro.

Una estructura que eligió usted mismo. Eso recuerda la frase de Marcel Benabou sobre los escritores oulipianos: ratas que construyen el laberinto del que se proponen escapar.

Cierto. Yo no me considero oulipano pero admiro mucho a Raymond Queneau y a Georges Perec. Creo que me gusta ponerme restricciones para escribir y seguir el reto hasta el final.

¿Y cómo fue esta experiencia con Ravel?

Casi pierdo: abandoné dos veces la escritura de este libro, pensando que sería definitivo y que nunca lograría terminarlo, pero tampoco pude dejarlo: estaba obsesionado. ~

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