La imaginación herida

LA IMAGINACIÓN HERIDA

Cumplí 26 años, la edad que tenía mi papá, Eugenio, al morir en el verano de 1999 en el balneario de Calafquén. Mi hijo Lucas tenía entonces cuatro meses y a mis días prácticamente los llenaban las tareas de la lactancia y el juego. El tiempo que me quedaba lo usé para pensar y tomar notas sobre el impacto que tuvo en mi vida y la de mi familia la violencia en la historia reciente de nuestro país. Una vez terminado el texto, no se lo mostré a nadie durante dos años, hasta que recientemente decidí que fuera leído en este homenaje a mi papá organizado por sus amigos. Desde ese verano las cosas han cambiado un poco. La detención de Pinochet en Londres gatilló una avalancha de querellas en los tribunales chilenos y la adopción de una fórmula en los medios de comunicación para tratar “el tema de los derechos humanos”. El silencio del que trata este texto ya no es el mismo, es otro.

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Escribo sobre lo único que tengo ganas de escribir en una época de retraimiento a lo privado. Es una suma de historias personales, lamentos, percepciones sociales y citas culturales. Escribo sobre el pensamiento doloroso, el pudor del dolor y el silencio. Sobre la inadecuación y la desadaptación. Al escribir rescato la invitación a nombrar “lo que pasó” (y sus réplicas), a buscar un lenguaje para expresar una realidad solitaria e irreductible, pero que concierne al mundo público.

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La memoria es el recuerdo de algo. La facultad de recordar y la práctica de hacerlo. La experiencia de la imaginación herida tiene su raíz en el pasado, pero no enfrenta el “ahora” del recuerdo con el “antes” del objeto recordado. Es un caudal de pensamiento sujeto a la metamorfosis y a las inclemencias del tiempo. Circular, desaparece en manos del olvido, para reaparecer siempre, como un virus, cuando bajan las defensas del organismo. Como un trauma, se origina en el pasado y se alimenta de las heridas del presente.

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Hay quienes pensaron que al dejar de nombrar la realidad de la violencia, esta dejaría de existir y no repercutiría con su golpe sobre mi mente y mi cuerpo de niña. Pero no sólo al ser nombrada se hace efectiva la violencia, también existe en la omisión, el eufemismo y la mentira. Multiplica su potencial destructivo al dejar que el cuerpo sufra toda la sintomatología negándole a la mente un diagnóstico.

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La violencia de los colegios, que enseñan la historia de Chile saltándose olímpicamente la de los últimos treinta años. La violencia de los medios de comunicación, que degradan lo terrible al hacer equivaler el nuevo hallazgo en el descubrimiento de cuerpos de detenidos desaparecidos con el gol de la jornada, pasando en voz de la conductora “a un tema más alegre”. Porque nadie quiere que nos vayamos a dormir asustados.

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En el colegio donde estudié, lleno de pequeños momiecillos, podía percibir que mi familia era diferente a lo que a mí me parecían todas las demás familias, por estar marcada por la persecución y la muerte. Había que mentir por recomendación de mis mayores. El mundo era peligroso y lo que había ocurrido podía volver a ocurrir. Mis compañeros de curso, de seis o siete años, ya eran posibles espías de los asesinos de mi padre que siempre estarían observando. No hablar, esa era la norma.

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La desadaptación no era un problema de la conducta, racionamiento típico de la sicología educacional, sino un problema de la conciencia. La escuela no ayudaba a entender un mundo de monstruos.

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En la última Feria del Libro se presentó el documental de Silvio Caiozzi Fernando ha vuelto, sobre el reconocimiento de uno de los cadáveres encontrados en el patio 29. Cada uno de los cerca de doscientos espectadores vive la experiencia de retraerse del espacio público -copia feliz de la transición: banalizador del intelecto y celebratorio del mercado- que es la Feria del Libro y se adentra, a través de la narración (patética) de la historia de Fernando, en la propia relación dolorosa que cada uno tiene con la represión. Experiencia amparada por la oscuridad de la sala, la calidad de espectadores, la pretendida soledad frente a la pantalla. Cuando la película acaba estamos llorando. Por Fernando, por su madre, su mujer y su hijo. Por el país y la historia que nos ha tocado vivir. Por nosotros mismos.

Cuando se encienden las luces nos apuramos en limpiarnos las lágrimas y guardamos silencio. Espiamos de reojo la reacción de los demás y escondemos la propia. En lo que demoramos en recuperar el habla pensamos que no tenemos palabras, no tenemos discurso que nos salve del silencio. No sabemos qué decir. Sólo porque hay que decir algo decimos “terrible”, “espeluznante”, como ha sido durante años nuestra propia imaginación.

El silencio va haciendo de a poco el efecto deseado. Nos maquilla el rostro, preparándonos para salir de la sala y regresar a la fiesta de la Estación Mapocho. Preferimos no hablar, es cierto, pero tampoco sabemos cómo. Nos sentimos identificados con la madre de Fernando, esa mujer a la que de pena le dio hemiplejia y perdió la capacidad de hacerse entender.

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El silencio que cubre como un manto la violencia de nuestra historia es una resistencia al destino fatal de la palabra en el mercado: convertirse en “una verdad entre otras”. Pero es también producto del pudor y del bloqueo, de la incapacidad para nombrar y de la introyección de una norma muda. La falta de lugar para el recuerdo es el resultado de un proceso de retroalimentación del silencio entre los espacios públicos y privados. Por otro lado es muy difícil reflejar la imaginación de la violencia en el lenguaje. Inconmensurable, se convierte en autista al chocar con las barreras que la cultura le impone a la expresión y de ella es imposible rendir cuenta .

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El silencio se vuelve aún más patético al conocer su fatalidad: ser interrumpido apenas por pequeños lapsus que no serán más que nuevo material para el olvido. Esto sucede, por ejemplo, cuando la palabra, que supone un enorme esfuerzo emocional, no encuentra respuesta alguna y la voz, aún temblorosa, tiene como destino nuevamente el silencio, esta vez del medio social.

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A los doce años me fui enterando, a través de una serie de documentos, de cómo había muerto mi papá. Documentos escondidos en la casa de mi abuela, encontrados por mí como ayudada por un radar. Aún hoy me impresiona que se me haya ocurrido buscar en un marco detrás de una foto, donde aparecía yo de dos años bañándome en la tina. Como si detrás de mi mirada tuviera que esconderse algo terrible.

Le faltaba un ojo. Le habían arrancado la nariz, las uñas de las manos y los pies. Tenía profundas quemaduras en la cara. El cuello quebrado. Tajos y heridas de bala. Los huesos rotos en pedazos. Le habían dicho que me iban a matar a mí y a mi mamá. Frases que leídas con resistencia y horror quedaron tatuadas en mi mente. Con gran esfuerzo, logré silenciar su repetición insistente en el pensamiento. Para poder disfrutar de la vida cotidiana tuve que bloquear el recuerdo. Este silencio intrapersonal se proyectaba sobre las relaciones interpersonales: no le dije nada a nadie hasta muchos años después y aún hoy las he repetido pocas veces.

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El conocimiento de la tortura me dio una lección sobre el corazón humano que me acompañará para siempre.

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No existe, en el caso de la memoria de la violencia, una guerra por la palabra y el sentido. Más bien funciona como una tiranía del sentido. Una voz única que se levanta –la del consenso– sobre un área devastada por la violencia. Su éxito, y oportunismo, consiste en haber surgido antes de la recuperación de la voz de los sectores sociales resentidos, y haber convertido en inaudibles sus tenues intentos por hablar subiendo el volumen de sus jingles.

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Existe una retroalimentación continua entre el silencio, como requerimiento del consenso y parte constitutiva del pacto en el que se funda nuestra democracia, y el olvido, como forma defensiva de bloqueo mental para intentar, con o sin éxito, evitar el dolor y la imaginación mórbida.

En el silencio y el olvido existe siempre el riesgo de que la aparición desprevenida del duelo nos enfrente con los otros y con nosotros mismos con una nueva brutalidad. Que haya piedrazos, golpes, suicidios y asesinatos. Que vuelvan toda la pena y la rabia como si no hayan estado haciendo otra cosa que crecer en algún lugar del inconsciente.

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Sueño que caminamos mi abuela, mi bisabuela y yo, vestidas de luto, por el desierto de atacama. El sol sobre nuestras cabezas nos hace arrastrar los pies de agotamiento. Tras nosotros va un robot al que no le cuesta caminar porque tiene ruedas, sonriendo.

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El duelo se arrastra a través del tiempo, inmodificado, casi estático, sin más que pequeñas variaciones de intensidad. No es algo que haya pasado (en mi caso y el de muchos de mi generación), es algo que pasa, pasa en nuestras mentes y en nuestras familias, nos convierte en desadaptados entre desadaptados, en fingidores, en el mejor de los casos, en termitas en la pata de la silla del obispo.

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Mi abuela viste de luto hace veintiséis años. Prometió terminar con el luto cuando acabara la dictadura, pero no lo hizo. El duelo no ha acabado y el negro, signo silencioso, viene a ocupar el lugar dejado por la palabra.

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Que haya sido una maquinaria extranjera la que logró el fin de la omisión sistemática de los medios de comunicación chilenos sobre la relación entre dictadura militar y degeneramiento moral y político es, en parte, sintomático de la proyección del silencio intra e interpersonal sobre el espacio público en forma de desmovilización.

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Mi abuela me contó que las mujeres que recibieron su testimonio en la Comisión Rettig, le dijeron que ella y mi mamá eran las primeras personas entrevistadas que no lloraron al contar su historia. Mi abuela estaba orgullosa de haber podido guardar la compostura en el dolor, de nunca haber llorado en público. Ella consideraba vergonzosas las demostraciones públicas de afecto y eso me fue transmitido. Si no podía llorar, era mejor no hablar del todo, porque una cosa podría llevar a la otra y quedaría expuesta a la impudicia.

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–Tú eres hija de Brunner. ¿Por qué entonces tu apellido?

Con seriedad en el rostro y una mirada que siempre debe caer en los ojos del interlocutor:

–Porque mi papá murió poco después de que yo nací. Brunner es mi papá adoptivo.

–¿De qué murió?

–Lo asesinaron los militares.

Este pequeño diálogo, que he repetido un centenar de veces, ilustra cómo me veo obligada a comunicar una información para mí terrible a cualquiera a quien se le ocurra preguntar.

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Estando obligada a interrumpir con mi información de lo terrible la ligereza de ánimo, me resiento, odio la ligereza, le doy una nueva vuelta de tuerca a mi proceso de desadaptación.

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Ahora mismo, mientras escribo debo hacer un enorme esfuerzo para vencer el pudor. Qué sentimentales y obvios parecen mis lamentos. Sin embargo, a pesar de no sentir culpa de olvidar, simplemente porque no es posible olvidar, me siento, como se ha visto, cómplice del silencio. Si parece este un lugar inadecuado, presento mis motivos para pensar que no lo es tanto: ningún lugar es adecuado.

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Me contaron cuando niña que mi papá había muerto fusilado. El certificado de defunción corcheteado a la libreta de familia decía así: muerte por impacto de bala.

En el fusilamiento que inventó mi familia, o en el que yo misma inventé según mi imaginación de “Tardes de Cine”, un pelotón de soldados disparaba al unísono sobre un hombre con los ojos vendados. Este acto hacía que todos se sintieran inocentes pues nunca sabrían si era su bala la que había dado muerte al hombre. Así también, en mi mente, era el sistema el que se dejaba caer sobre mi padre, hombres sin rostro que de a uno eran inocentes y que sólo sumados se volvían asesinos.

Cuando me enteré de los detalles de su larga agonía durante su detención en la Base Aérea de Cerro Moreno y en la Cárcel de Antofagasta, tuve que ocupar toda mi imaginación para lograr representarla (no había un símil en “Tardes de Cine”). Imaginé, y lo sigo haciendo, esas sesiones de tortura y todos los posibles rostros de sus torturadores y asesinos.

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Los dogmas cristianos sirven para explicar la brutalidad con la que actuaron torturadores y asesinos: si el diablo existe, ellos son sus hijos y si el alma existe, ellos no la tienen. Pero para el pensamiento laico la realidad es menos fabulosa y más terrible, no hay un Dios a quien culpar, a quien acusar de irresponsable. La brutalidad no es más que un producto de la cultura y la naturaleza, una posibilidad ofrecida por la condición humana.

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Me veo a los siete u ocho años leer una revista en la que describen cómo a una mujer detenida por la DINA le introdujeron ratas vivas en la vagina. Me veo dando vuelta páginas y páginas de declaraciones de tortura. Me sudan las manos y siento cómo me sube la sangre a la cabeza. Ya no quiero leer lo que he escrito aquí, ni siquiera para corregir la ortografía. Sueño que se me abre la herida de la cesárea. No le hablo a nadie de lo que escribo y dudo de mi capacidad de mostrarlo alguna vez.

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Cuando nació mi hijo supe que él heredaría esta historia de violencia. Me puse a llorar porque supe cómo mi abuela había querido a mi padre y cómo mi padre me había querido a mí. Cómo cada uno desea poder proteger a sus hijos del sufrimiento y la brutalidad. Y como, de forma más o menos radical, todos fracasaremos.

Hacia adelante, la reconciliación de nuestra sociedad parece imposible. Mientras los hijos y los nietos de los asesinos y sus amigos hereden argumentos que justifiquen los crímenes, nuestros hijos heredarán la imaginación herida.

Enero 1999, Calafquén.

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* La imagen del calendario de 1973 es una obra de Alfredo Jaar, perteneciente a una serie titulada Estudios sobre la felicidad (1974).

* El año 2004, junto a mis grandes amigos de ese entonces Pancho Casas y Yura Labarca, hicimos un documental basado en este texto. Se llama La memoria herida. Puedes verlo en Ondamedia: aquí.

One thought on “La imaginación herida

  1. Este texto de Josefa, “la imaginación herida” me emocionó hasta las lágrimas, me conmovió sobre todo en este tiempo en que recuerdo la felicidad de mi vida durante el gobierno de Allende, su figura, su inspiración, los ideales que yo vivía en íntima correspondencia con miles de personas que como yo creíamos posible cambiar nuestro mundo. Y el golpe brutal, la herida que ha quedado y que no será posible curar, por lo que tú y tantos otros han vivido y otros hemos vivido a través de las historias de tortura, crímenes y desapariciones. Cómo abrimos los ojos a una humanidad despiadada cuando estábamos soñando con una humanidad en dónde creíamos posible vivir una sociedad de justicia, amor y solidaridad entre los humanos. Pienso en ese joven de veintiséis años. Lo llevaré en mi corazón.

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